Tercera entrega

TERCERA ENTREGA

Donde se cuen­ta una sabrosa y mem­o­rable aventura
seme­jante a la del rebuzno o algo así

Aún recuer­do la tarde en que tuve una de mis primeras expe­ri­en­cias sex­u­ales inten­sas. Ten­dría yo unos trece años. Esta­ba jugan­do con otro niño, veci­no con­tiguo de mi casa. Su abuela había man­da­do a pin­tar las ven­tanas de la casa que ocu­pa­ban, de rojo. Esta par­tic­u­lar­i­dad me llam­a­ba la aten­ción. Y no poco, pues nadie, excep­to esa seño­ra, pinta­ba las ven­tanas de ese col­or tan lla­ma­ti­vo. Es que era gente que pro­cedía del cam­po. Y en los cam­pos pin­tan las vivien­das de esa for­ma. Pues bien, como he dicho, esa tarde cor­ríamos ale­gre­mente, como a diario, al salir de la escuela. Ese día, nos entre­tu­vi­mos un rato ori­nan­do. Dibu­jábamos fig­uras de bar­cos, de gente, con los orines calientes. Nos movíamos por todo el patio, que qued­a­ba ocul­to detrás de las casas. Era un solar yer­mo donde luego con­struyeron otras vivien­das, pero, en la hora que descri­bo, no había casa algu­na. Sólo un gigan­tesco árbol y algunos arbus­tos. Nos mirábamos de reo­jo. Él, más diver­tido que yo, me pro­pu­so que nos mas­tur­báramos. Accedí gus­toso, a pesar de que en la igle­sia el padre cura había dicho que quienes lle­varan a cabo esa prác­ti­ca inmun­da caerían en peca­do mor­tal, lo que equiv­alía a descen­der a los infier­nos eter­nos, a ingre­sar en el cam­po de las amap­o­las. Pero, como decía el cura tam­bién, débil es la carne; en real­i­dad, él decía “la carne es flaca”.

Nos fuimos detrás del árbol aquel des­de el cual emulábamos las aven­turas de Tarzán, nue­stro héroe cin­e­matográ­fi­co de esos días, jun­to con Flash Gor­don; dos sex sym­bols para mí des­de la primera vez que vi sus aven­turas. Nun­ca lo he dicho, pero me enam­oré de los dos pro­tag­o­nistas del celu­loide a la soltá, como dec­i­mos por ahí. En esa época no se veía a los hom­bres casi desnudos, como esta­ba siem­pre John­ny Weis­müller, ni se veían por las calles hom­bres tan apuestos como Flash Gor­don, tan rubio y blan­co y joven. Yo me lo fig­ura­ba tenien­do rela­ciones sex­u­ales con­mi­go en mi cama. Bueno, que con soñar no se pierde nada. Hoy ate­soro esas ensoña­ciones como lo que son, como un tesoro que nadie puede arrebatarme.

De modo que nos entreg­amos a la prác­ti­ca sex­u­al más acos­tum­bra­da entre los niños que ya apun­tan hacia la puber­tad. Durante muchos meses, me había acos­tum­bra­do a jalar­le el cuel­lo al gan­so has­ta que se pro­ducía el estal­li­do de feli­ci­dad; cosquilleo que me trans­porta­ba al úni­co paraí­so al cual se adviene gra­tuita­mente: paraí­so efímero, pero paraí­so al fin. El otro niño, cuyo nom­bre no quiero recor­dar, me dijo que él se había acos­tum­bra­do a esa prác­ti­ca des­de que estu­vo muy enfer­mo y, en el hos­pi­tal en que per­maneció inter­na­do, un enfer­mero lo había ini­ci­a­do en ella al exci­tar­lo con la mano mien­tras lo baña­ba. Decía que el gran tamaño de su pene – por supuesto, para la edad que tenía en aquel momen­to– se debía a que él se había encar­ga­do de cri­ar­lo a mano. Aunque no era muy cabezón, ya apunt­a­ba a ser, además de largo y liso, bas­tante gor­do y reluciente.

La cul­tura chi­na ha des­cu­bier­to que en cada hom­bre exis­ten ras­gos físi­cos que rev­e­lan su per­son­al­i­dad y acti­tudes. Los hom­bres tipo “petite” acos­tum­bran usar cade­nas cuyos tamaños sim­bolizan el tamaño del miem­bro vir­il. Ese que esti­ra sus bra­zos o lev­an­ta la cabeza con una cas­ca­da de ten­dones vis­i­bles con cada movimien­to, tiene un “ami­go cur­vo”, y es de saber que la cur­va tiene el encan­to de prop­i­ciar las trav­es­uras más inverosímiles, entre las que se desta­can las que se lle­van a cabo de pie, es decir, des­de el paraí­so. En la ducha, te doblas un poquito y se te va dere­chi­to y suavecito; te paras frente a una ven­tana con el pre­tex­to de con­tem­plar el paisaje y, cuan­do menos lo pien­sas, el “ami­gu­i­to cur­vo” coge via­je; te escon­des en el clóset y allí te pil­lan y te tril­lan. Pero no te matan porque por ahí no han mata­do a nadie todavía.

El tamaño del “arma” de com­bate puede ir en pro­por­ción direc­ta al tamaño del glande –en español, “cabeza”–, pero no te asom­bres si el glande es mucho más ancho que el cuer­po del pene. Lo recono­cerás al ver un hom­bre con la cabeza pesa­da, cuadra­da, grando­ta. Como decían nue­stros abueli­tos gays, “manos grandes, ver­ga grande”. Si te encuen­tras en tu camino con un purasan­gre con tales car­ac­terís­ti­cas, no lo dejes ir sin tirárte­lo. O sin mamárse­lo con mucho gus­to. Es el caso en que la can­ti­dad es sinón­i­mo de cal­i­dad; vale decir, de feli­ci­dad. (Este apéndice o bobo grande no siem­pre le cuel­ga a un gigan­tón, ni siem­pre lo por­ta con orgul­lo el enano de la corte.)

El tamaño de ese pre­mio may­or, may­or que el gor­do de la lotería, podrás adiv­inarlo si te fijas en el tamaño de los pies de tu prospec­to, sí, de ese que estás miran­do aho­ra, o el que viste ayer o antier o el mes pasa­do. Fíjate tam­bién en el tamaño de las manos y, sobre todo, en el tamaño de la nar­iz. Recuer­da: nar­iz de tucán, tamaño desco­mu­nal –de allá aba­jo, se entiende. No dudes que tu culi­to, tu culo o culote… está prepara­do para recibir ese rega­lo a pesar de que la entra­da resulte difí­cil y te haga sudar, y has­ta gri­tar un poco. Con vaseli­na, mami­ta, con vaseli­na. No olvides el cuen­to de la sali­va, sí, aquel del ele­fante y de la hormi­ga que te con­taron un día. Así es que súbete a mi moto.

El feliz posee­dor de un pene ter­so es el hom­bre al que, al esti­rar su cuel­lo, bra­zos y dedos, no le resaltan los ten­dones ni las venas. En estos casos, la pro­por­ción que guar­da la cabeza del hom­bre con respec­to a su cuer­po está ínti­ma­mente vin­cu­la­da a la relación del glande con la base del pene.

Te repi­to: un miem­bro rec­to y un glande ídem, ¡un ver­dadero man­jar! Una cabeza fina y oval­a­da acusa un glande más pequeño que el descrito pre­vi­a­mente, el cual resul­ta muy diver­tido y cómo­do. El medi­ano pertenece al hom­bre que tiene un cuer­po donde todo es pro­por­ción; es aquel que no es ni alto ni bajo y cuyas extrem­i­dades guardan relación per­fec­ta con el famoso boce­to de Da Vin­ci. Es el ide­al para con­vivir los días “lite”. Las posi­bles sor­pre­sas que te sal­gan al paso serán con­se­cuen­cia lóg­i­ca del mes­ti­za­je y señal de que debes con­tin­uar prac­ti­can­do pos­tu­ra y a cualquier rit­mo, sea de bolero suave, sal­sa can­dente o rap vio­len­to. Recomen­dación final: lán­zate a obser­var con la esper­an­za de que ¡al fin! darás con “eso” que todos esta­mos buscando.

Pues bien, como te venía dicien­do, a él le llamó mucho la aten­ción el hecho de que yo tuve una erec­ción ráp­i­da y sosteni­da has­ta el final, como cuen­to más ade­lante. Él alargó su mano derecha y me acari­ció la cabeza ergui­da –del pene erec­to, se entiende. Como ya había empeza­do a lubricar, se untó de esa sus­tan­cia líqui­da y trans­par­ente en la cabeza del suyo. Me invitó a hac­er lo mis­mo. Lo hice con un poco de timidez. Pero las gratas sen­sa­ciones que com­partíamos en aque­l­la intim­i­dad par­adis­ía­ca pron­to me hicieron cor­re­spon­der ple­na­mente a los reclam­os de mi com­pañero en aque­l­la aven­tu­ra del saber –de sabore­ar el sexo, se entiende.

Pasa­da esa primera eta­pa o pre­lu­dio, nos dis­pusi­mos, casi incon­scien­te­mente, a ini­ciar la segun­da, que es la que le sigue o viene después. Nos acari­ci­amos los mus­los y los glú­teos –vul­go anón­i­mo: “nal­gas”. Ya un escalofrío seme­jante a unas inter­mi­tentes descar­gas eléc­tri­c­as nos recor­ría los cuer­pos desnudos, pues, poco a poco, nos fuimos despo­jan­do de las vestiduras de niños. Él me pidió que le tocara el roto del culo. Lo hice con la destreza con que acos­tum­bra­ba a ten­tar las gal­li­nas para ver si tenían algún hue­vo en camino. Lo hice, repi­to. Él hizo lo mis­mo con­mi­go. Renglón segui­do, alter­na­ti­va­mente, nos acari­ci­amos ambos esfín­teres. (Esta operación del­i­ca­da duró bas­tante, pues pron­to empezó a gus­tarnos eso de meter­nos el dedo: él a mí y yo a él, y viceversa.)

Sub­rayo que me impre­sionó grata­mente aque­l­la prác­ti­ca, al pare­cer, inocente. El roto del culo de mi com­pañero latía y esta­ba tibiecito y húme­do; tam­bién, oloroso. Se puso de espal­das y se recostó un poco del árbol, mien­tras dobla­ba su cuer­po en dos mitades y se abría las nal­gas con ambas manos. Entonces pude ver­le el culo relu­ciente y tier­no. Me pare­ció un ojo que, a la vez, me mira­ba y me hacía guiños. Empezó a moverse a un rit­mo lento, primero; un rit­mo que se hizo más rápi­do, y más y más. “Por favor, dame brocha”, musitó. Y empecé a mover caden­ciosa­mente la cabeza del pene de arri­ba aba­jo, de aba­jo arri­ba, de arri­ba aba­jo, has­ta dar con el ori­fi­cio que se fue hacien­do más redon­do cuan­to más abier­to, más redon­do cuan­to más abier­to… Más abierto.