SEXTA ENTREGA
De lo que le sucedió a Ondergraund con los dos hermanos
con que tuvo que lidiar, seguido del epílogo en plenitud
que se cuenta al final, que es donde debe ir y va
Y esto sigue. Ese día, mientras compartía con dos o tres amigos, entró él buscándome. Lo raro del caso es que nunca nos habíamos visto. No nos conocíamos. Más raro aún es que yo, como llevado por una extraña sensación de telepatía o clarividencia, supe de inmediato que era a mí a quien aquel joven delgado, de oscuros ojos negros e inquietos, buscaba. Cuando preguntó por mí, intrigado, me dije a mí mismo que yo debía estar soñando en medio del bochorno de la tarde. Se llamaba Ese y estudiaba en aquel plantel desde aquel día en que comenzaban las clases. Pero, lejos de haber comenzado el semestre con suerte, pronto sentí como si una gran losa pesada y fría me hubiera caído en mitad del pecho. La intuición fue certera. Aquello se prolongó por espacio de tres años; tres años y algunos meses. Y varios días.
Nos veíamos a diario. Nos buscábamos constantemente. Sin embargo, él no estaba decidido a compartir una experiencia más allá de los límites esperados entre dos hombres, por lo menos, frente a la gente. ¿Cómo llegó a saber de mí? Fue su hermano quien le habló; su hermano con quien nunca tuve relación íntima alguna hasta que ocurrió lo que en adelante cuento con algún detalle o indiscreción, y con tu complicidad.
Ambos hermanos tenían una perfecta liaison en la medida en que la (com)penetración de ambos iba más allá de los lazos familiares. Los dos guardaban o, más bien, encubrían muchos dobleces en la forma de traumas, miedos sin resolver que salían a la superficie cuando lograban despojarse de posturas falsas, producto de los prejuicios y las absurdas normas sociales. Entonces, Pandora se despojaba de sus vestiduras y… mostraban la otra cara. Aprendieron a conducirse como debe hacerlo cualquier ser humano que se precie de serlo. Como eran tan bien parecidos, los cabrones llamaban la atención cuando estaban en un sitio cualquiera. Quiero decir, juntos. Aunque, por supuesto, lo mejor era tratarlos solos, por separado, y sin que muchas telas los encubrieran: en la intimidad más íntima. Olvidaba decir que uno era mayor que el otro, pues no eran gemelos. Pero sólo unos cuantos años –tres o cuatro– los separaban.
Un día, muy bien lo recuerdo, el mayor de los dos vino a visitarme. Me saludó muy cálidamente. Me abrazó repetidas veces y me estampó un beso muy viril en la mejilla izquierda que a nadie le pareció mal, aunque parezca raro.
Tiempo después, se produjo –en la intimidad– nuestro primer encuentro carnal. Habíamos libado bastante vino; él acostumbraba fumar marihuana. Todo ello nos llevó directamente a la cama. Con una gran fiereza de entrega y embestida. Aquello se prolongó bastante. Duró más allá del poniente y se extendió hasta el saliente; pareció no terminar nunca. Se quedó a dormir conmigo; es decir, pernoctó varios días. Luego, unas visitas fugaces –con sexo incluido– culminaron en su mudanza, de la casa de su madre a la mía, el modesto departamento que he dicho antes que yo ocupaba frente al litoral. En realidad, un remedo del paraíso terrenal. Como él tenía novia de compromiso, ante todos, uno de los cuartos–dormitorios lo ocupaba él; yo, el otro. Demás está decir que dormíamos muy juntos, imantados de amor y pasión todos los días, todos los días. Todos los días cotidianos y fiestas de guardar.
Pero fue su hermano quien me interesó más. Con el correr de los días, llegó a convertirse en una verdadera obsesión para mí. Nos veíamos diariamente mientras él compartía una vivienda con un matrimonio de jóvenes heterosexuales en un pueblo cercano. Hasta allí me dirigía todas las mañanas. Lo despertaba acariciándole el miembro viril en erección, semejante a un soldadito de plomo: duro y palpitante; enhiesto. Así le amanecía. Pero el horno no estaba para bollos aún. Se molestaba. Me repetía hasta convertir en gritos sus argumentos, que de él no esperara más allá de una buena amistad, una compañía que yo disfrutaba a medias, pues echaba de menos la otra mitad. Íbamos y veníamos, íbamos y veníamos, hasta que un día, de tanto ir y venir a la fuente, el cántaro se rompió. Esto ocurrió de la manera menos esperada. Casi ni cuenta me di. De súbito nos estábamos besando. Como dos potritos nos acariciamos. Cuando se produjo la penetración, una profunda impresión se grabó para siempre en nuestras mentes. Y, ¿por qué no?, en nuestros corazones casi adolescentes. Recordarlo me transporta hoy hasta aquel lugar en aquel momento mágico.
Puedo asegurar que creo en el amor a pesar de que no han ido muy bien mis incursiones en sus predios. Me parece que todo lo creado vibra conmigo cuando critico la premisa mayor de la sociedad que establece que sólo es válido el amor entre los heterosexuales, pues pueden procrear a su antojo o preservar la especie; frente a la pasión erótica entre dos hombres (o dos mujeres) señalados por los demás como abortos de la naturaleza, maricones de mierda, viciosos, hijos del Diablo y otros nombres injuriosos que condenan a los que prefieren a los de su propio sexo.
Este amor, por llevar en sí mismo la semilla de la extinción, entrega –completamente– el pleamar del uno al otro. Sólo la incomprensión lleva a los demás a prohibirlo. Se da entre seres escogidos capaces de renunciar a la multiplicación de la especie con el solo propósito de entregar un amor que nace del uno hacia el otro, sin esperar otra recompensa que la que conlleva la entrega de la mitad mía a la mitad tuya; una mitad que busca en la mitad del otro la plenitud del uno.
El mayor de los dos siempre me buscó. Pero, como ya he dicho, no se interesó en mí de manera especial hasta que el menor llegó a mi vida. Él tuvo muy claro que, desde un principio, el otro me interesó muy seriamente. Ese presentimiento pronto tuvo la veracidad de la certeza. Y nunca lo olvidó. Pero ese problema se pudo solucionar prontamente. Los tuve a los dos. Y tan tranquilos ambos a dos, como yo, aunque piensen que soy promiscuo, con razón o sin ella. En realidad, esta situación es mucho más compleja. Debe analizarse con algún detenimiento.
De entre quienes frecuentaban el departamento que ocupaba frente al mar –con el ir y venir de las olas– o, mejor dicho, con el correr del tiempo, se dio una experiencia única que debo destacar por su carácter inédito. Lo expreso mientras escucho la “Barcarola” de Offenbach, música que me acerca como ninguna a la experiencia erótica en plenitud, según he dicho en otras páginas de esta memoria. En este punto, debo destacar que mis compositores favoritos son Mozart, a quien considero un familiar más, a quien admiro desmesuradamente; Beethoven, tal vez el más amargado de todos y, tal vez, el más genial, y Rossini, el músico al que acudo cuando quiero estar contento y celebrarlo con una buena comida (era un excelente cocinero).
Él se llamará, para todos los efectos, Pablo Neruda, por lo que expreso a continuación. Él venía todos los días por la noche a verme. Venía solo y sin prisa. Tomábamos vino a pesar de que prefería una cerveza denominada Pink Champale, la cual tomaba siempre que nos veíamos por las tardes e íbamos a Caguas a pasear o, mejor dicho, a estar juntos. Todo esto ocurió mientras compartíamos los versos inmortales de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
Nos pareció bien –sin que uno ni el otro lo propusiera– escoger el poema más representativo de Neruda en ese atadito luminoso de poesía. Ambos estuvimos de acuerdo en que para que tú me oigas, mis palabras se adelgazan a veces resumía extraordinariamente nuestro compromiso.
Y, desde esa fecha, esas gaviotas lejanas anuncian la permanencia del amor compartido entre él y yo, dos hombres que se aman con la fuerza del amor otorgado por los dioses inmortales que nos miran con mirada complacida, y hasta con cierta envidia, al ver que nos queremos tanto.
Ya han transcurrido unos cuantos años de aquella experiencia maravillosa; él permanece casado, pues corrió a confesarme –con los versos de Neruda como telón de fondo– que, de no hacerlo en aquel momento, no podría hacerlo nunca. Ya tiene una niña que rebasa los doce años y una mujer que es su esposa. Pero su cara mitad soy yo, y él la mía. (Esto lo cuento a sabiendas de que pudieran enterarse de ello quienes no debieran saberlo nunca.)
En escogidas fechas por los dioses inmortales, sólo de vernos se nos inundan las almas de felicidad. El otro día –no pude evitarlo– le envié en un atadito los versos inmortales de Neruda, nuestro himno al amor. Y corrió a buscarme. Me dijo que no se arrepentía de nada. No lo he vuelto a ver, ni a buscarlo. Sin embargo, seguro estoy de que aún las gaviotas de nuestro amor compartido surcan el cielo azul de nuestros desvelos de amor: de los suyos y de los míos. ¡Aleluya!