SÉPTIMA ENTREGA
De cómo Ondergraund se dedicó al travestismo
y otras incidencias acaecidas en su vida aventurera
Una etapa de mi vida pública la dediqué al travestismo. Me convertí en lo que se llama una loca vestida –un maricón disfrazado de mujer, se entiende. Total, una “shemale”, con tetas y una larga verga para complacer a los hombres. De los dos años que estuve en esos afanes, por lo menos tres meses me tomó aprender los gajes del oficio. Tuve que lanzarme solo a dar y a coger, a dar y a coger a derecha e izquierda. O sea, que me hice puta –perdón, trabajadora sexual. Y a mucha honra. Más adelante ofrezco detalles que evidencian que realmente llegué a ser el compañero sexual ideal de todo aquel que solicitó mis servicios profesionales, los cuales me fueron bastante bien remunerados. En ocasiones, excelentemente.
Como llegué virgen al oficio, no del orificio; como no sabía de qué manera salir adelante, alquilé un cuarto a una de las más antiguas en el negocio con el propósito de aprender de la experiencia de la otra, una cuarentona que empezaba su ritual de belleza con cuatro horas de anticipación. Como cualquier otra puta, ella era digna hija de la noche y del desenfreno. Se depilaba si apuntaban los vellos en la cara, las axilas, los brazos, las piernas, hasta las nalgas y lo que delataba su angustioso sexo. Se aplicaba unas cuantas mascarillas con el propósito de ir preparando la piel para la generosa capa de afeites que día a día aplicaba a la cara, el cuello, los brazos, el pecho, la cintura, las nalgas (después de depiladas) para que adquirieran la apariencia de las nalguitas suaves y rosadas de los bebecitos, los muslos, las piernas y los pies.
Luego aparecía tan cambiada que ni su madre, que fue quien la parió –de ella, se entiende–, hubiera podido reconocerla. La gruesa capa de la base, muy semejante al bondo que utilizan los hojalateros, ocultaba desde las más pequeñas imperfecciones hasta las verdaderamente significativas. Las luces y las sombras, las pestañas postizas, el lápiz labial, el delineado de las cejas y los labios, las correcciones mayores, hacían lucir perfecto el óvalo de un rostro que no lo era; perfecta, una nariz chata; grandes y expresivos y soñadores… los pequeños ojos. Finalmente, el blower dejaba lisa la abundante cabellera crespa y lustrosa a base de emolientes que suavizan el pelo pintado, pintado y repintado de rojo fuego, anaranjado escarlata, rubio maíz o amarillo chillón, a base de aplicarse lociones que desteñían, pues lo más importante era erradicar toda semejanza y relación con cualquier raza que no fuera la blanca, por lo menos, a base de los sacrificios que la alejaban del sol caliente, del cual huía como el diablo de la cruz.
Los negros no están en nada. Tiznan. Aunque… Bueno, el otro día conocí uno con una verga del carajo. Me he tirado a todos los que me han salido al paso. El que me tiré el otro día me sacó hasta las madres con la clavada que me dio. ¡Claro que primero le estuve mamando la cabeza! ¡Qué cabeza! Estuve mamando, mamando, mamando… hasta que se me inundó la garganta de la baba elástica –“baba elástica” no: “semen”– tibia y blanca como la leche de coco. La ronquera que cogí me duró dos semanas por lo menos, con sus días de sol y sus noches de luna. Como era una tranca tan gorda, se me atoró dos o tres veces al mandármela gaznate abajo. No era perfectamente lisa. Tenía una curva marcada casi en el medio, cerca de la cabeza. Por eso le dio trabajo meterlo completo. Y yo, porque mantenía la boca abierta como para pronunciar la A, en el peor de los momentos, vomité hasta el verde de las tripas. Devolví las bilis amargas y verdes. Tuvimos que lavarnos y volver a empezar. Ya después, fue más llevadera la cuestión.
Pero ahí no quedó la cosa. Después me lo metió por el culo. Figúrate, tan gordo y largo, curvo y cabezón. Lo empujó tan rápido que lo menos que se me ocurrió hacer –sólo es un decir– ante aquella embestida brutal, fue quedarme sin aliento. Después me cagué. Cagué hasta… ¡Ay, qué alivio! Pero, ¡qué ardor! Nada, que lo metió raso y lo sacó sargento. De acordarme me arde, como la primera vez que recibí tremeda y semejante puñalada.
Y me quedé rumiando esta experiencia. Pensé muchas cosas y llegué a unas conclusiones que todavía considero válidas. Me pregunté por qué sabe diferente el semen de diferentes hombres. De eso yo sé. No podría dar con la suma de las mamadas que he dado en los cines oscuros, en los baños públicos y privados, en los parques, en las iglesias… ¿Tendrá esto que ver con sus hábitos alimentarios? Tal vez. El de este Adonis de azabache me supo a la ambrosía de los dioses del Olimpo.
He leído que la dieta puede afectar el sabor –del semen, se entiende– sin que exista una relación directa en el sentido de que si se come esto o aquello durante el día vaya a saber a esto y a aquello en la noche, como consecuencia lógica. Algunas personas aseguran que el apio hace que sepa dulce. Tiene fructosa, tiene sodio y tiene cloro. En otras palabras: azúcar y sal de mesa. Y pequeñas cantidades de amonia y otros ácidos. Todo esto al unirse en mayores o menores cantidades, afectará el sabor del semen. Fumar o ingerir alcohol causan que se torne amargo. Las carnes rojas, los espárragos, el brécol y algunas vitaminas hacen que sepa más fuerte. El de los vegetarianos suele tener un sabor más ligero, como el de los que eyaculan dos veces seguidas o en tríos de tres, ¡claro!
AVISO: Un sabor muy desagradable puede provenir de la presencia de alguna enfermedad sexualmente transmisible como la sífilis, la gonorrea y el mortal SIDA. Así es que cuidado con lo que te echas a la boca, papa, que te puedes enfermar. Y antes de que se me olvide… Biológicamente, el amor pasional o erótico, más que un sentimiento, es una peculiar mezcla de químicos llamados oxitocina (nos orienta hacia la unión con el objeto amado). Estas son las sustancias que el ser humano despide a través de la piel y despiertan sentimientos de bienestar e intimidad. Finalmente, las endorfinas se producen cuando nos arrimamos a alguien que nos agrada. Son unas sustancias que calman la mente, alivian el dolor y reducen nuestra ansiedad.
Aún recuerdo las veces que he ido a la brega intensa con dos mancebos a la vez, a diestra y siniestra. En esos momentos me he sentido como debió sentirse el animal más bello del mundo, según alguien lo expresó, en La noche de la iguana con aquellos dos de lado y lado en la inmortal escena de la playa. Me refiero a la puta de la película, Ava Gardner, con los dos grifos al aire de la noche, con los dos nativos en el chupa y chupa.
En este trabajo –mejor dicho, “profesión”–, he compartido los besos brujos con las lenguas hasta los gaznates, los besos negros con la lengua pará que se deposita completa en el roto del culo, con las mamadas intensas que succionan y succionan, con las clavadas que lo depositan hasta los lerenes, ávidos de placer, de gusto por el gusto, seguidas de las sacudidas violentas que lo sacan hasta la puerta y lo meten de sopetón.
Cuando se produce la salvaje movida final, ya los mordiscos y el traqueteo adquieren la apoteosis de una danza infernal que nos transporta al cielo de los mortales –el de las luces y las sombras– hasta que se logra el quietismo casi absoluto de las estatuas de sal que se derrumban porque tienen los pies de ídem. Podríase decir que, en ese momento supremo, se descubre la cuadratura del círculo. Deleite máximo.
Anoche me encontré, de pronto, leyendo a viva voz un capítulo que creía olvidado de mi vida. Me refiero al que tiene que ver con uno de mis chichantes favoritos; tal vez el favorito entre los favoritos de los últimos veinte años. De repente, lo tuve frente a mí, sonriente e ingenuo hasta donde puede serlo quien posee una verga descomunal con la que penetra a diestra y siniestra, lo mismo a su segunda mujer –la que le ha dado tres hijos a los que se suman los tres habidos en su primer matrimonio– que a todo aquel que se arriesga a coger una trompa de elefante semejante, incluida mi humilde persona. Le di el culo tantas veces que no recuerdo el número. Y lo más relevante: que, en muchas de las ocasiones en que me embistió, me quedé dormido antes de que llegara a su fin la cornada. Después del susodicho que me burló por primera vez, este –sin duda– ha sido quien me ha llevado a renovar las bodas de plata con este estilo de vida que tanto me gusta; con este estilo de vida que tantas experiencias ha añadido a mi existencia.
Lo saludé con afecto. Estrechamos las manos con avidez y nos miramos con malicia, nostalgia y deseos de volver a las andanzas anteriores. ¿Caerá el rayo –nuevamente– en el mismo lugar? Esto ocurrió al comienzo del tercer milenio, como suelen decir unos y negar otros con los argumentos más disímiles. Es decir, para muchos ya comenzó el tercer milenio; para otros tantos, aún no se ha producido el cambio de siglo. De todos modos, con motivo de lo uno o de lo otro, se llevaron a cabo grandes festejos, no sólo aquí, sino en el mundo entero, según ha aparecido en los principales periódicos, en los noticieros televisivos y radiales y, muy especialmente, en el insondable espacio sin fondo que es la dimensión cibernética.
La Internet, mi madre amantísima, es, hoy más cierto que ayer, la representación real de la premisa mayor en la forma del pensamiento de Dios, del cual, como Lucifer, hoy estamos más cerca a través de las redes de esa insondable red de redes.
De ahí yo vengo y hacia allí me dirijo. Allí espero verte y sentir tu respiración jadeante junto a la mía cuando, en los trabajos pertinentes, gastemos los días que no volverán a contar con las contadas veinticuatro horas acostumbradas, porque la llama viva del amor-pasión que lo preside lo consume sin que se gaste. En http://www.ondergraund.blogspot.com estoy a tus gratas órdenes. Como el genio de la lámpara, dispuesto a complacer tus más caros deseos. Preso en mis propias redes. Y en las tuyas. Hasta ahora.