Segunda entrega

SEGUNDA ENTREGA

Donde se tra­ta cómo el pro­tag­o­nista pasó del paraí­so perdido
al paraí­so encon­tra­do y lo que luego ocur­rió y se cuenta

Yo recuer­do mis expe­ri­en­cias eróti­cas en orden cronológi­co, los nom­bres de los impli­ca­dos en orden alfabéti­co estric­to has­ta la últi­ma letra del segun­do apel­li­do, que es el mater­no, aunque he lidi­a­do con algunos cabrones que lo menos que tienen es madre, aunque sean unos hijos de la gran puta madre que los par­ió. Esto no incluye los apo­dos o sobrenom­bres y, mucho menos, los apel­a­tivos que resul­tan de tra­duc­ciones que, al fin y al cabo, nom­bran a otro que tiene y no tiene lo mis­mo –indi­vid­ual­mente– entre las patas, ni tienen por qué ten­er­lo o no –colec­ti­va­mente– este, aquel o el otro. Y es mejor que así sea porque en la var­iedad está el gus­to. Para ir al gra­no, expre­so aho­ra, en una metá­fo­ra grosera, la parábo­la de mi vida en la for­ma de unas mor­cil­las, buti­far­ras, salchi­chones, salamis o algunos fru­tos alarga­dos como las diver­sas especies de plá­tanos, por guardar una muy estrecha relación de seme­jan­za con el miem­bro vir­il. Pues bien, estos gus­tan tan­to más indi­vid­ual­mente que enrol­la­dos o jun­tos porque sería un con­trasen­ti­do igualar­los, ya que, como dice el refrán, no todo lo pri­eto es mor­cil­la, ni mucho menos.

Podría decir, además, que he proba­do la fru­ta en sazón, en capul­lo o a medio abrir, medio verde, medio madu­ra… y que, si en estas pági­nas des­gra­no esta his­to­ria que for­ma un col­lar, cada cuen­to es una per­la o cuen­ta de ese col­lar. O una sabrosa y picante buti­far­ra, cru­jiente y aceitosa. Si yo me diera el lujo de la mez­colan­za esa de los apel­li­dos, se me for­maría un revoltil­lo de güevos en la mente –“güevos” no: “huevos”– que ter­mi­naría dan­do lengua a tuti­plén –deriva­do de “totus” y “plenus”, del latín– y hablan­do de gente que ni conoz­co. Lo que equiv­ale a decir, de cada cual, lo suyo. Y nada más. Pues eso fue lo que tra­jo el barco.

Bueno, de todos mod­os, al con­tar mis expe­ri­en­cias eróti­cas lo hago en el estric­to orden de los recuer­dos; es decir, en estric­to des-orden alfabéti­co. De todos mod­os, como la bre­ga ha sido inten­sa, aunque desigual, en algún momen­to sal­drá cada cual en esta memo­ria con sus méri­tos y sus vir­tudes. Ni más ni menos. Al soltar el pico, se darán cuen­ta de cuán vari­a­da ha sido la fae­na ínti­ma que ini­ci­amos muy tem­pra­no, tan tem­pra­no como ensegui­da. O antes. Por un solo car­ril ha sido todo el recor­ri­do, pues, en defin­i­ti­va, ¿no se hicieron los col­ores y las flo­res para los más vari­a­dos gus­tos? ¿Qué deli­to cometí con­tra vosotros nacien­do? Lo cier­to es que esta predilec­ción sex­u­al me acer­ca al hom­bre con espe­cial devoción.

El mío, es decir, mi gus­to par­tic­u­lar, como ya se sabe, por ser exclu­si­vo, me hace apare­cer difer­ente ante los ojos de los que sien­do iguales entre sí –según lo estip­u­lan sus cri­te­rios– son, des­de mi per­spec­ti­va, indefinidos como los cama­le­ones: esos rep­tiles pre­históri­cos que aún hoy cam­bian con­stan­te­mente de col­or y de tem­per­atu­ra cor­po­ral al adap­tarse a las apari­en­cias ambi­en­tales. Son muchos los hom­bres que mudan la col­or cuan­do de exquis­i­tas opor­tu­nidades pin­goro­tu­das anón­i­mas se tra­ta. O dicho de otro modo: mien­tras más con­ser­vadores, más mari­cones, mien­tras más con­ser­vadores, más mari­cones, mien­tras más con­ser­vadores, más mari­cones… Pero bajo palio. Dicho a voz en cuel­lo: Yo soy mar­icón de solem­nidad, para que tú lo sepas. Mien­tras aque­l­los vocif­er­an a través de altopar­lantes a todo vol­u­men: “Com­bat­a­mos con car­bones encen­di­dos en el roto de su peca­do la abom­inable prác­ti­ca de la mari­con­ería y ramas anexas”, soto voce expre­san a coro: “¡Bas­ta, bas­ta, que mi vida es otra!-¡basta, bas­ta, que mi vida es otra!-¡basta, bas­ta, que mi vida es otra!” O, lo que es lo mis­mo: estos hom­bres y aque­l­los hom­bres y los otros hom­bres… tienen dos caras con predica­men­tos diame­tral­mente opuestos. Y sacan la una –de recio gesto hit­le­ri­ano– o la otra –del hablar gan­goso y la mano caí­da– de acuer­do con las cir­cun­stan­cias. Es decir, surge a veces; en otras oca­siones, no sale. Se desho­ja la mar­gari­ta a vol­un­tad en los labios de ¿hon­or­ables padres de famil­ia? en rep­re­sentación de la hom­bría abso­lu­ta. Y demos un ¡viva! a la mier­da apestosa de sus planteamien­tos hipócritas de hom­bría de bien. Y un largo etcétera: per­dona, ¿sae?

Lo que paso a con­tar aho­ra ocur­rió en febrero, que es el mes chiq­ui­to, hace mucho tiem­po. Tan­to tiem­po hace de eso, que todavía, ni por pien­so, los pápis­es se pre­senta­ban con aque­l­lo al des­cu­bier­to, esto a la mano de todo el que lo pague, lo otro por fuera y la mira­da per­di­da en sabe Dios qué cama, cuar­to de baño, are­na de playa o gim­na­sio –y aho­ra de frente, luego de espal­das, en cua­tro, vuelta y vuelta– en medio de un escuadrón de fotó­grafos y de ligones, maquil­ladores y tocones que se apelo­to­nan en torno al melo­cotón en almíbar que se sirve –a buen pre­cio– en las doce pági­nas que dura la fun­ción, a todo col­or y en vis­tas fijas que per­miten fijar la vista aquí, allá o acul­lá. Me refiero a la fiebre nud­ista de los almanaques que han destron­a­do al de Bris­tol, con el san­toral día por día, y a los que daba la ban­ca com­er­cial con sus chistes de hoji­tas que per­mitían con­tro­lar el tiem­po per­di­do o elim­i­narlo de una vez por todas, con un golpe die­stro de la mano, o arran­car el tiem­po de cua­jo, pero que no me quiten lo bailao.

Aque­l­la negra noche de mi mal, repi­to que ocur­rió en febrero, en el mes chiq­ui­to, aban­doné el hog­ar que había for­ma­do dieciséis años antes con un tal Suje­to que se me atrav­esó en el camino cuan­do aque­l­lo ter­minó. Pero debo empezar por el prin­ci­pio, como Dios manda.

Debo empezar por decir que yo man­tuve una relación limpia, basa­da en la fidel­i­dad más fiel, con un mi veci­no que vivía con su madre viu­da sólo a tres calles de la mía. Por esas fechas, ya tra­ba­ja­ba. Nos veíamos de noche. ¿Que cómo lo conocí? Bueno, una noche toda llena de mur­mul­los y de pre­sen­timien­tos inenarrables, en mi casa, ese mozue­lo apare­ció con la per­sona que lle­varía la voz can­tante en el asun­to a tratar, quien no acerta­ba a dar con la direc­ción donde yo vivía. Todo parece indicar que él me había segui­do –muy segui­do– antes has­ta allí, pues sirvió de cicerone a la mujer. Había lle­ga­do dere­chi­to. Des­de aquel día, mien­tras lo llev­a­ba y lo traía de la escuela donde estu­di­a­ba, se pro­du­jo el flec­ha­zo y empezamos a bre­gar donde nos cogía la ocasión, de noche o de día, con vaseli­na o a golpes sec­os, con sali­va… Fre­cuen­tábamos espa­cios yer­mos, que los había; páramos oscuros, que los había; casas a medio con­stru­ir, que las había. Los fines de sem­ana y fies­tas de guardar, laicas o reli­giosas, nos ban­deábamos mejor. Nos poníamos las botas o, mejor dicho, nos las quitábamos. En real­i­dad, era nues­tra opor­tu­nidad de bre­gar en pelotas. O sea: meter y meter y coger y coger; la que se nos pre­senta­ba cuan­do nos metíamos en un cuar­to de hotel a retozar de lo lin­do. La vida loca antes de Ricky.

Debo añadir que yo tenía diecio­cho años cumpli­dos, y él –aunque me había dicho que tenía diecisi­ete– sólo con­ta­ba catorce abriles –de edad, se entiende.

Su grandísi­mo tal­en­to me había puesto en con­tac­to –car­nal, se entiende– con todo lo que Dios le dio –se entiende que se alargó mucho, mucho más porque seguí, al pie de la letra, las instruc­ciones de: agítese antes de usarse… con larguísi­mos resul­ta­dos. Se entiende que luego era cuestión de empu­jar has­ta los lerenes. Y eso lo hacía él con pro­fun­das zan­cadas de niño ham­bri­en­to. Era un deleite sen­tir­lo mover y mover todo aque­l­lo entre las cachas tré­mu­las en per­pet­ua con­jun­ción con la carne de gal­li­na que se pro­ducía como con­se­cuen­cia lóg­i­ca de aquel esti­ra y encoge, esti­ra y encoge, esti­ra y encoge, esti­ra y encoge, esti­ra y encoge, que hoy recuer­do con estremec­imien­tos epilép­ti­cos y sonidos gutu­rales de ambas partes.

Lle­ga­do el momen­to, cuan­do nos baja­ba el san­to, nos comu­nicábamos clar­i­to en lenguas. Tras el supre­mo acorde –ver­dadero y autén­ti­co gran finale– y desa­tarse las com­puer­tas, aque­l­lo se venía aba­jo –por la ley de gravedad, se entiende. Y a dormir que hay que reco­brar las energías antes de que nuevas idas y venidas, idas y venidas, idas y venidas, presi­dan otros encuen­tros. Nada, que esco­ba nue­va barre bien. Y el que prue­ba, repite y repite y repite.

Pero como nada humano es eter­no, aque­l­la relación de inter­cur­so se aver­ió has­ta el pun­to en que dis­min­uyeron tan­to las idas y venidas que un día –con bole­to de ida sola­mente– abor­dé la nave del olvi­do; quiero decir, que me caí de la nube en que había esta­do has­ta aquel momen­to y fui a dar en otros bra­zos que me tendieron un cer­co fuerte que duraría var­ios lus­tros, con un final triste y las­ti­moso. Pero, antes de con­tar los por­menores de esa entre­ga, me parece opor­tuno recor­dar, en sólo unas breves líneas, lo que incluyo a par­tir del próx­i­mo pár­rafo, pun­to y segui­do –pun­to y segui­do, no: pun­to y aparte.

Para lle­gar a la casa en que viví algún tiem­po, debía yo pasar por un solar yer­mo y un puente; en real­i­dad, sólo era un puentecito que unía ambos lados de un río casi siem­pre seco: un cauce sin río. Una noche pasó lo que pasó cuan­do me interné en el par­quecito con­tiguo al solar yer­mo. No sé de dónde salieron dos ado­les­centes, más o menos de mi edad: dos o tres años más, dos o tres años menos. A la fuerza, querían lle­varme has­ta una de las casas a medio hac­er de la urban­ización. Me dijeron de inmedi­a­to que me iban a com­er el culo. Lo de com­erme el culo no me infundía ningún miedo por lo que ya se sabe. Pero pen­sé que podían has­ta matarme. La regla de oro dic­t­a­m­i­na una sola pin­ga… –no seas vul­gar, se dice “pene”– a la vez, so pena de ser víc­ti­ma de exce­sos que han man­da­do a tan­tos a coger allá, donde tú sabes, al otro lado de las amap­o­las. Uno de los dos (el que me gusta­ba) me pro­pu­so con­vencer al otro de que aque­l­lo lo pro­hibía la pal­abra del Señor. No sé cómo, pero lo logró. El plan era que luego de devolver­lo a su casa, él volvería con el propósi­to de con­sumar el acto que ni siquiera había empeza­do. Accedí gus­toso. Volvió, porque yo lo esperé como le había prometi­do, y estu­vi­mos fol­gan­do a la luz de la la luna de pla­ta, en medio del concier­to de los gril­los y los coquíes, has­ta que nos sal­ió de los cojones sep­a­rarnos has­ta “un día de estos yo paso por tu casa o te espero aquí mis­mo”. Fueron muchas las noches en que repeti­mos el ultra­je ini­cial, des­de la segun­da ocasión, suaviza­da la bre­ga con vaseli­na sin olor –Vase­line Petro­le­um Jel­ly–, muy res­balosa no sólo en las cur­vas, sino en la rec­ta, que es la bre­ga que pro­duce los que­ji­dos más las­timeros –de gus­to, se entiende. CAUTION: Slip­pery When Wet. Y a otra cosa, mari­posa, mariposón.

Fue un quince de agos­to. Nun­ca pudiera olvi­dar­lo. Ocur­rió lo que tenía que ocur­rir. Esa tarde, como otras, a las cin­co, lo recogí en la escuela supe­ri­or donde estu­di­a­ba. Mira, papa, ¿podemos lle­var a un ami­go? Él vive cer­ca de nosotros. ¡Claro! ¿Por qué no? Y seguimos hacia la urban­ización en que vivíamos. Al tomar un ata­jo, un automóvil nos embis­tió. Resultó heri­do, aunque de ningu­na gravedad, el ter­cero: el que yo acaba­ba de cono­cer. Luego de resuel­to aquel entuer­to que duró var­ios días con un final feliz, sobrevi­no la rup­tura con mi veci­no. El otro se aprestó a atacar. Apos­tó a él y sal­ió vic­to­rioso. Mien­tras una ban­dera se man­tenía a media asta, la otra ascendía triunfante.

Nos seguimos vien­do durante unos cuan­tos meses. Íbamos al cine, salíamos a com­er; en fin, com­partíamos expe­ri­en­cias que nos fueron acer­can­do sin casi darnos cuen­ta. Fue muy duro enfrentar a los famil­iares y a los ami­gos que le acon­se­ja­ban sep­a­rarse de mí. Argu­menta­ban que ter­mi­naría mar­icón como yo; que nues­tra amis­tad afec­taría neg­a­ti­va­mente su vida. En varias instan­cias, tuvieron razón; espe­cial­mente en la que lo con­ver­tiría en mar­icón, en un mar­icón más mar­icón que yo y que muchos mari­cones jun­tos. Te ade­lan­to que murió de SIDA. Nada, que se fue del seguro y sin con­trol. Quedó “loca” y sin ideas. Bueno, pero que con­ste que yo lo cuen­to sin juz­gar­lo. Has­ta ahí me tra­jo el río.

Es raro, pero, de todas las his­to­rias que me he prop­uesto des­menuzar en estas pági­nas, esta es la que más se me resiste. Ya iré soltan­do amar­ras, no me apures, que debo con­tar a mi rit­mo, no al tuyo. Cal­ma, que, con pacien­cia y con sali­va, se lo metió un ele­fante a una hormi­ga. No fue a mí, para que te repercutas.

Estábamos cono­cién­donos, no sosteníamos ningún tipo de relación sex­u­al. En real­i­dad, no estábamos seguros de que existiera nada extra­or­di­nario entre nosotros. Los otros habían vis­to más de lo que había o podíamos pre­sen­tir en aquel momen­to. Sin embar­go, en la trastien­da aguard­a­ban muchas sorpresas.

El ocho de diciem­bre de aquel año, Blan­ca Rosa Gil daría un concier­to de boleros en una de las salas de cine más impor­tantes del país: el Teatro Matien­zo. Durante la sem­ana antes, no pen­sé en otra cosa. Por fin, llegó el momen­to que recuer­do aún hoy con la mis­ma inten­si­dad que aquel día. Pro­puse que ocupáramos asien­tos en la primera fila, pues quería ver de cer­ca el espec­tácu­lo. Des­de allí, acom­pañé a la can­tante-actriz en su der­roche de bohemia. El clí­max se pro­du­jo cuan­do sus gestos grandilocuentes se unieron a los sonidos negros de su voz. La primera frase me sor­prendió llo­ran­do. Aque­l­la tor­tu­ra se con­vir­tió des­de aquel día en un him­no al amor ver­dadero. Todo ello, inde­pen­di­en­te­mente de que ese sen­timien­to involu­crara dos hom­bres, en una sociedad que procla­ma legí­ti­mo sólo el amor entre heterosexuales.

Con­tin­u­amos vién­donos a diario. Por las noches, cada cual dor­mía en su casa. Has­ta lleg­amos a alquilar un depar­ta­men­to en el cual recibíamos amis­tades. Para sor­pre­sa nues­tra, muchas pare­jas het­ero­sex­u­ales no veían mal nues­tra unión. Luego nos mudamos a un depar­ta­men­to que logramos com­prar. Y, ¡por fin!, llegó el tan esper­a­do día en que decidi­mos mudarnos allí definitivamente.

Cuan­do nues­tra relación con­ta­ba tres lus­tros y las más inten­sas expe­ri­en­cias, las más vari­adas cir­cun­stan­cias, nos sep­a­raron. Fue un once de febrero a las once de la noche. Esa noche sin luna nue­stro mun­do se par­tió en dos. Y por mucho tiem­po un sol negro, sin luz ni calor ni sosiego, nos ilu­minó con su luz fría. Pero todo aque­l­lo no ter­minó ahí. Hay mucho más que iré inter­ca­lan­do en los debidos momentos.

Antes de con­tar otras expe­ri­en­cias igual­mente inten­sas, me voy a deten­er en un asun­to muy impor­tante que encier­ra en un mis­mo cír­cu­lo a la comu­nidad gay, lés­bi­ca, bisex­u­al y trans­género, pues, des­de que tan­tos hemos sali­do del clóset, las más diver­sas var­iedades nos unen en la suerte y en las desgracias.

En esta opor­tu­nidad, la sec­ción de últi­ma hora del per­iódi­co pone fin al Ayuno Gay. Luego de cuarenta y ocho horas frente al Capi­to­lio, seis rep­re­sen­tantes de la comu­nidad gay trataron infruc­tu­osa­mente de lla­mar la aten­ción de los leg­is­ladores ante la pres­en­cia del Artícu­lo 103 del Códi­go Penal que crim­i­nal­iza las rela­ciones sex­u­ales, tan­to con­sen­ti­das como no con­sen­ti­das, entre pare­jas del mis­mo sexo –los hom­bres con los hom­bres y las mujeres con las mujeres, se entiende. Ayer, el grupo dis­tribuyó un anteproyec­to de la Ley que pro­pone que donde el artícu­lo cien­to tres dice que se penal­ice a las pare­jas del mis­mo sexo, diga que siem­pre que sea por con­sen­timien­to mutuo, se dé luz verde a tales prác­ti­cas. Esper­amos, como ciu­dadanos votantes, que si no se sen­si­bi­lizan a la causa gay, lés­bi­ca, bisex­u­al y trans­género por la causa mis­ma, se sen­si­bil­i­cen ante el cas­ti­go de los votos, que es una ame­naza ter­ri­ble siempre.

Algu­nas de las orga­ni­za­ciones que apoy­an la demostración son: el Movimien­to Ecuméni­co Nacional, el Taller Salud, el Grupo Pro Drechos Repro­duc­tivos, las Madres Les­bianas, los Proyec­tos de Dere­chos Humanos y el Frente Social­ista. La colec­tivi­dad con­tin­uará expre­san­do su rec­ha­zo al odio que enfrenta en la sociedad el homo­sex­u­al medi­ante protes­tas con­tin­uas todos los viernes, a par­tir de las cin­co en pun­to de la tarde, en la Loma de los Vien­tos ‑frente al Capi­to­lio, se entiende. Todos los viernes, a las cin­co de la tarde, a las cin­co de la tarde, a las cin­co de la tarde, a las cin­co de la tarde… En la Loma de los Vientos.