QUINTA ENTREGA
De los sabrosos razonamientos de Ondergraund
sobre las aventuras de un niño y un fraile
mucho más que andariego, y algo más
Siempre he pensado que el Tratado Cuarto de la novela picaresca La vida del Lazarillo de Tormes (1554) es una crónica velada del homosexualismo entre los monjes; también habría que incluir a los curas y las monjas livianas, mejor dicho, a las monjas lesbianas. Llama la atención, desde mi punto de vista, que no es por no tener mucho que decir que el escritor anónimo empieza y concluye la narración de esta aventura de Lázaro en sólo seis frases u oraciones que forman juntas un párrafo corto de sólo noventa y cinco palabras contadas a mano. Y con la mano se hacen muchas cosas, de las cuales ya hemos visto unas cuantas.
Podría decirse que aquí el cronista narra por omisión; lo que pone de relieve la ironía del decir por sobre cualquier otra intención artística. Especialmente destacable es la sabrosa frase final de ese tratado minúsculo: “Y por esto, y por otras cosillas que no digo, salí dél”.
Posteriores averiguaciones traen la noticia de que el referido fraile de la Merced, “gran enemigo del coro y de comer en el convento”, tenía una tremenda verga: larga, gorda y cabezona como la de uno de mis primeros atacantes, sólo atacante porque no me lo pudo meter, a pesar de haberlo intentado varias veces. Me dio brocha gorda hasta pintarme de blanco no sólo la zanja entre las guaretas; trató que su inmensa verga se deslizara con saliva, saliva y salivazo va, y saliva y salivazo viene. Me lo puso entre las piernas, y la cabeza me salió por el frente; o, dicho de otro modo: me salió de atrás pa’lante, sin consecuencias porque su pájaro era muy grande y no pudo entrar al nido. La eyaculación fue un vómito descomunal cada vez que lo intentó, que fueron varias las clavadas de embuste que me dio. Tuvo que contentarse con el consuelo de la manuela y la mamada en ritmo alterno de manuela y mamada, mamada y manuela, hasta la apoteosis final… De esa, mi temprana juventud, me queda la costumbre de embadurnar mi rostro pálido de semen acabado de ordeñar con el propósito de retener el aspecto juvenil. Es una sencilla y placentera manera de aprovecharlo al máximo, extraída del manual secreto de la Madre Celestina. Es una manera natural de reciclar el flujo sexual.
Volviendo a Lázaro, dicen que, desde el primer día que estuvo con el fraile, este lo atrajo a su regazo con el pretexto de que la cercanía de los cuerpos los calentara y le metió en la boca aquella cabeza descomunal que Dios guarde siempre enhiesta y dispuesta, provocándole un vómito semejante al que le produjo el nabo frío del ciego, su primer amo; que luego que se hubo tranquilizado el chico, con suaves palabras y argumentos melosos, lo obligó a mamarle aquel bobo inmenso hasta que del ordeño de aquella tremenda ubre de toro cebú salió a borbotones un líquido blancuzco que el zagal tragó con desgano a pesar de que el padrote religioso le aseguró que era ese el alimento destinado a unos pocos escogidos. Insistió que en las Sagradas Escrituras se alude constantemente a este alimento, en clave oblicua, pues es el mismo maná santo que no baja para todos, ni en todo momento. Este encontró en la santa verga del religioso la leche materna que de infante le faltó, pues cuentan que la madre –de él, se entiende– no pudo amamantarlo.
A fin de poder vivir más holgadamente, amo y criado salían todos los días en busca del sustento. El santón consiguió una clientela bastante extendida entre los bujarrones –“bugarrones”, no “bujarrones”– de la ciudad y ramas anexas. Llevaba a Lázaro con él y, a dúo, orquestaban la función. Mientras el niño mamaba y mamaba, el religioso metía y metía. Ménage à trois? Todo ello le trajo al monje pingües ganancias. Con la plata, le compró unos zapatacones a Lázaro como los que usa Herodes en Jesucristo Superestrella. Como este nunca había usado calzado alguno, terminó cojeando y con los pies hinchados. Por tres días, no pudieron salir. Entonces la brega se tornó íntima; fue sólo para ellos dos. Llegaron a sentirse una pareja. Cuando el monje le confesó al prior el motivo de sus andanzas, este le ordenó llevar a Lázaro de inmediato a su celda. Allí, el niño hizo derroche de todo lo que había aprendido con su amo y con algunos frailes más. De ahí en adelante, fue tanta su fama entre las Mercedes que llegó un momento en que no sólo por las noches, sino durante días enteros, se vio obligado a satisfacer la lujuria epidémica de los religiosos entre rezo y rezo.
El amo le había prohibido cualesquiera otras prácticas excepto la de mamar y mamar, pues había destinado el culito en botón del zagal para sí, por no haber podido clavarlo la vez primera que lo intentó. Un buen día, lo mandó a despojarse de sus vestiduras y, en medio del aplauso general, le metió la cabeza con sebo traído de Flandes especialmente y un gran salivazo, mezcla que suavizó la embestida. Ya roto del culo, y con la lengua dispuesta a mamarse todas las vergas del mundo si pudiera hacerlo, Lázaro pidió permiso a su amo para visitar por temporadas otros monasterios hasta donde había llegado su fama de becerro o ternero lechal. En realidad, pienso que el muchachón se dedicaba a lo mismo que yo, sólo que él no tuvo acceso a la “blogosfera” porque no se había descubierto ese océano cibernético por aquellas fechas. Sin embargo, desde aquel día, fuera del monasterio, sólo trabajó por citas previas, ya que se le permitió visitar otros por temporadas, como él había solicitado.
Dicen que el anciano prior, en persona, convocó a un cónclave secretísimo cuando se enteró de que los monjes se estaban pasando unos a otros por el roto del culo –individualmente, por el de cada uno, se entiende. De primera intención, amenazó a la comunidad de las Mercedes con emplumarlos para leerlos ante todos y ordenar que se les cosieran los orificios por donde entraba y salía tanto y tanto gusto, tanto y tanto placer.
De inmediato, los hermanos redactaron un informe preliminar a través del cual pedimos perdón, beatísimo padre, y confiamos en que usted disfrute con nosotros de los placeres que depara la vida conventual de oración y mucho trabajo manual y oral, pues las bocas están dispuestas –siempre– a coger lo que venga. Renglón seguido, se dispuso que fuera un secreto todo aquel desbarajuste para evitar que a ellos les ocurriera lo mismo que a los hermanos Templarios en el oscuro siglo catorce, según les contó en la sobremesa el beatísimo padre prior, lector de las acusaciones presentadas a Felipe el Hermoso contra aquellos santos de la espada y del culo:
Hemos sabido poco ha, gracias al informe que nos han hecho personas dignas de fe, que los hermanos de la orden de la milicia del Temple, ocultando al lobo bajo la apariencia de cordero, y bajo el hábito de la Orden, despojados de los vestidos que llevaban en la vida seglar, desnudos, son llevados ante la presencia del que les recibe o, en su defecto, de su sustituto y son besados por él conforme al odioso rito de su Orden, primero en la parte baja de la espina dorsal –en voz baja, en el roto del culo–; segundo, en el ombligo y, por último, en la boca, para vergüenza de la dignidad humana. Y después de haber ofendido a la ley divina por caminos tan abominables y actos tan detestables, se obliga por el voto profesado a entregarse el uno al otro sin negarse, desde el momento en que sean requeridos para ello, por efecto del vicio de un horrible y espantoso concubinato. Aquel a quien se le recibe pide –en primer lugar– el pan y el agua de la Orden. Luego, el Comendador o el Maestre encargado de su recepción le conduce secretamente tras el altar, a la sacristía o a otra parte y le muestra la cruz y le hace renegar tres veces del profeta, es decir, de la imagen de Nuestro Señor Jesucristo, y escupir tres veces sobre la cruz. Luego, le hace despojarse de sus ropas, y el receptor le besa al final de la espina dorsal –de la espina dorsal, no: en el mismísimo roto del culo– debajo de la cintura, luego en el ombligo y luego en la boca, y le dice que si un hermano de la Orden quiere acostarse con él carnalmente –o clavarlo, que es lo mismo–, tendrá que sobrellevarlo o dejarlo que se le monte encima porque debe y está obligado a sufrirlo, según el estatuto de la Orden y que, por eso, varios de ellos por afectación de sodomía, se acuestan el uno con el otro carnalmente, y cada uno ciñe un cordel en torno a su camisa que el hermano debe llevar siempre sobre sí todo el tiempo que viva…
Semejantes razonamientos le parecieron anacrónicos a Lázaro, pues había transcurrido más de un siglo entre aquella edad y la suya. Consciente de que los tiempos eran otros o, mejor dicho, que la gente de su época pensaba de otra manera, se despidió de aquel lugar, no sin antes complacer a su amo en todo aquello que este le pidió, que no fue mucho ni poco: le mamó la maceta delante de todos y luego se tiró a toda la comunidad. Al llegar al prior, el buen anciano se contentó con mamárselo al criado. Y tan tranquilo y agradecido y sonriente. Todo esto desde aquel bendito día en que Lázaro acudió al monasterio, primero como chichante; finalmente, como hermano coadjutor en materia de culos y cojones. Lamentablemente, aquí se interrumpe la crónica que se ha podido consultar. Faltan las últimas páginas.