Primera entrega

PRIMERA ENTREGA

De cómo Onder­graund se entregó a un mance­bo
que quería fol­gar en una casa de la Calle del Mon­don­go
y de las veces que la bre­ga se repitió

Alguien me dijo que en salien­do del vien­tre de mi madre, de haber tenido madre, es decir, de no haber sido un desastra­do, aque­l­la debió lla­marse Onder Graún­da. Sino, ¿de dónde sale mi nom­bre, el nom­bre con que me lla­man mis clientes de la blo­gos­fera? En las afueras, mi nom­bre com­ple­to, el que te debes apren­der de memo­ria des­de aho­ra es Ondergraund.com. Soy met­ro­sex­u­al como el que más. Me dedi­co a coger por el culo, aunque Dios no crio tal ofi­cio. Será por eso que mi nom­bre de pila me sabe a mier­da. Des­de que alguien me lo rompió –el culo, se entiende. Me anun­cio a través de la Inter­net y en la sec­ción de Ser­vi­cios al Lec­tor 11.4 RELAX de los prin­ci­pales per­iódi­cos de aquí entre las ofer­tas de masajes ter­apéu­ti­cos, masajes eróti­cos, sexo vir­tu­al y sexo de carne; entre het­ero­sex­u­ales ardi­entes; el mójate con­mi­go de una; las pare­jas y tríos de uni­ver­si­tarias car­iñosas y primer­izas; el culi­to resp­ingón de Pené­lope, la trav­es­ti; el beso negro de Mandy; la insa­cia­ble y autén­ti­ca lengua lés­bi­ca de Les­bia, y otras y otros que a la cor­ta o a la larga cogen y dan por el culo, y tan tran­qui­los, que la vida es un boquete, un roto más o menos cir­cu­lar que se abre y se cier­ra porque es un esfín­ter o mús­cu­lo que tiene for­ma de anil­lo. Yo digo que, si no hubiera sido por este, el otro, el otro y los demás y sus per­ti­naces clavadas, yo hubiera muer­to vir­gen, cas­to y vir­gen como vine a este mun­do al amanecer de una noche sin luna, pues a aque­l­la hora, entre men­ti­ras y veras, ni era de noche ni se había hecho de día.

Al leer estas pági­nas, los que no cier­ren brus­ca­mente este diario ínti­mo se pre­gun­tarán si en algún momen­to una gota de feli­ci­dad pre­side algún capí­tu­lo de mi azarosa vida. Yo creo que sí. Me parece que, en varias oca­siones, el amor ver­dadero ha mostra­do su ros­tro y me ha son­reí­do, al menos. En inter­va­l­os más o menos espa­ci­a­dos que se cuen­tan en lus­tros mul­ti­pli­ca­dos por sí mis­mos, ha per­maneci­do a mi lado como un ángel tute­lar. Aunque en este momen­to parece haberse ido para siem­pre de mi vida, la intu­ición me susurra al oído que volverá como vuel­ven siem­pre las oscuras golon­dri­nas de Béc­quer, aunque el poeta de la tris­teza diga lo con­trario, per­di­da toda esper­an­za. Yo sé que habrá de ocur­rir de tal man­era. Y prome­to con­tar­lo antes de que se me pue­da olvi­dar o me sor­pren­da la muerte pelu­da y flaca.

Me parece que fue un día por la tarde, entre la tarde y la noche. (Todo me ocurre entre esto y aque­l­lo, pues dicen que aque­l­lo es el culo.) Antes de la seis y después de las dos. Yo tenía trece años, y él me perseguía como tan­tos otros, pero sin que yo lo notara. Había otro. Era un hom­bre que tra­ba­ja­ba en una mue­blería por la que yo pasa­ba a diario. Cuan­do me detenía frente a una puer­ta de cristal de ese nego­cio, inmedi­ata­mente él se colo­ca­ba en un lugar estratégi­co, en un lugar escogi­do para él y para mí: ambos en com­ple­ta complicidad.

Era un hom­bre joven, fla­co y muy blan­co. De ojos oscuros y expre­sivos con mira­da de lince, capaz de recoger imá­genes de asom­bro para luego rumi­ar­las a sus anchas, según parece. Luego de colo­carse –como he dicho– en un lugar estratégi­co, se baja­ba lenta­mente el zíp­per –no se dice “zíp­per”, sino “cierre de cre­mallera”–, bus­ca­ba con una gran cal­ma –que aún me exas­pera– allí den­tro y saca­ba aque­l­lo que col­ga­ba muy largo primero, se des­perez­a­ba después y se alz­a­ba majes­tu­oso y altane­ro, final­mente, en sus nueve pul­gadas de lon­gi­tud como mín­i­mo y una cir­cun­fer­en­cia que me hacía tem­blar ante la posi­bil­i­dad de que se me pudiera alo­jar en la boca asus­ta­da… o en el roti­to chiq­ui­ti­to del culi­to. La pun­ta, pro­tu­ber­ante y relu­ciente y son­rosa­da, latía rít­mi­ca­mente ame­nazante mien­tras yo no salía de un asom­bro que se con­vir­tió en una cos­tum­bre. Él manip­u­la­ba aquel ser has­ta el momen­to pre­vio a la cul­mi­nación de un acto que nun­ca llegó al epíl­o­go, pre­so entre las dos colum­nas, la del fémur izquier­do y la del dere­cho. Con­clu­idas las for­mal­i­dades de rig­or, nue­va­mente esposa­do entre los dedos de la mano izquier­da del hom­bre, el reo volvía al encier­ro, al oscuro y soli­tario calabozo.

Qué fue de aquel hom­bre calla­do. Cómo se llam­a­ba es un secre­to que desafía el tiem­po y se pierde en las nieblas del mis­te­rio. Sólo sé que, des­de aque­l­los días enmas­cara­dos, sin poder­lo reme­di­ar, cuan­do veo un hom­bre blan­co y fla­co, de mira­da oscu­ra de lince, sin quer­er que­rien­do, bus­co la apari­ción glo­riosa del bobo grande de mis recuer­dos asom­bra­dos, entre el fémur izquier­do y el fémur derecho.

Él ten­dría como dieciséis años… y ocho de allá. Aquel día –fue por la tarde– me pre­gun­tó por lo bajo y casi con miedo –porque no me mira­ba a los ojos– si esta­ba dis­puesto a dar­le un chance. ¿Chance?, pen­sé. Este lo que quiere es clavarme y me lo dice así para que no me asuste. Yo creo que me llegó mi día. Me puse muy nervioso; él tar­ta­mude­a­ba. ¿Yo? Bueno… Abría y cerra­ba la boca con tor­peza. Con mor­di­das y chu­padas de neó­fi­to. La estu­pid­ez me llegó has­ta la cam­panil­la pro­ducién­dome náuse­as bal­buceantes de baba trans­par­ente y pegajosa.

En ese momen­to, adi­v­iné lo que me esper­a­ba. A lo mejor, empezaría a pujar las ocho sin acepil­lar que él iba a empu­jar… y yo a gri­tar, él a empu­jar y yo a gri­tar, sin poder­lo reme­di­ar.… con rima con­so­nante ¡y todo! Fuimos a una casa cabe las Ten­erías donde se alo­ja­ban unas tías mías por parte de padre. Eran unas ancianas que yo conocía bien, y me parece que ellas me conocían mejor que yo a ellas; es decir, que sabían de la pata que yo cojeo. Eran vie­jas, pero no pen­de­jas. La casa era pequeña con divi­siones en madera; lo que equiv­ale a decir que lo que ocur­ría en un cuar­to se escuch­a­ba en los demás. Esta­ba (en)clavada en la Calle del Mon­don­go. De madera. Pin­ta­da de amar­il­lo. Tenía tres cuar­tos dor­mi­to­rios, coci­na, let­ri­na en el patio, y patio. En vez de bal­cón, ante­pe­cho con bal­aústres platea­d­os de hier­ro colao. Esta­ba pin­ta­da de amar­il­lo –como ya he dicho– y tenía el techo alto, a dos aguas, y el cielor­ra­so con mur­ciéla­gos. Los mue­bles escasea­ban: un sil­lón viejo y destar­ta­l­a­do, un sofá de madera del país, resid­uo de un juego sun­tu­oso de sala María Tere­sa, y dos sil­las de pajil­la –sin pajil­la– com­pleta­ban el mena­je de la sala y el comedor.

Como no había tele­visión porque no tenían con qué com­prar una, la úni­ca dis­trac­ción de la Una, ¡que Dios per­done!, era escuchar las nov­e­las que a diario pasa­ban en tan­das cor­ri­das por la radio. Poco a poco, aque­l­los per­son­ajes hechos de lágri­mas, sus­piros y palidez mar­mórea, pasaron a for­mar parte de su mun­do. Y del nue­stro, porque con­stan­te­mente nos habla­ba de ellos y como ellos. Otra cosa que la Una acos­tum­bra­ba hac­er era dialog­ar –muchas veces con cora­je; otras, con dolor humano– con las heroí­nas –unas pen­de­jas sado­ma­so­quis­tas– que des­fi­l­a­ban por la pan­talla de su mente como per­ras detrás de las brague­tas de los hom­bres. Cuán­tas veces las metió en la con­ver­sación es cosa de no saberlo.

Pues has­ta allí llegué aque­l­la tarde –porque fue por la tarde– con Aquel, que así se llam­a­ba el susodi­cho del mag­ní­fi­co y bel­lo apéndice. Lo com­paro con una yuca y me que­do cor­to –de res­piración, se entiende. Los sudores que me hizo pasar el cabrón de Miguel cuan­do empezó a pen­e­trar las carnes tré­mu­las de este cuer­po vir­gen, me provo­caron unos ardores ahí, sí, ahí mis­mi­to, que lo menos que me dio fue ganas de cagar, pero de cagar lento, pau­sada­mente y muy que­do. Me eché a llo­rar sin llan­to, con un hipo de tar­ta­mu­do, entrecor­ta­do como el de los nenes chiq­ui­tos. Él me decía no te apures, papi, que el ardorci­to se te pasa pron­to, y me sopla­ba repeti­da­mente, no sé con qué propósito.

Claro, como él esta­ba gozan­do de lo lin­do. Bueno… y yo, en cua­tro. El culo pal­pi­tante y las nal­gas abier­tas entre la baba y la vaseli­na sin olor, el roto más y más redon­do ante la embesti­da de la cabeza vio­len­ta que se abría paso con gran esfuer­zo entre la estrechez menos y menos estrecha… Cuan­do rompió el botón, la mira­da de ojos que­jum­brosos tiñó de rojo la sábana blan­ca de una veróni­ca que dibu­jó el ros­tro páli­do en el instante supre­mo del que­ji­do y la entre­ga. La sacu­d­i­da se mojó de plac­er y lágri­mas: dolor y plac­er que se dis­pararon en la ele­vación may­or envuel­tos en la blan­ca tibieza de ester­tores relampagueantes.

¿Bueno? Bueno es el pan que tiene dos culos y se los deja com­er. Aquel sólo se dejó com­er el úni­co que tenía. Aunque con el tiem­po, otros ori­fi­cios hacen lo suyo mien­tras la boca, entre gár­garas –lenta y rít­mi­ca­mente–, dice una vez y repite, repite, repite mamá clar­i­to y papá emboru­jao. Los días sigu­ientes al holo­caus­to caníbal, o sea, al día en que Miguel me comió el chiq­ui­to; los días sigu­ientes al asalto por la reta­guardia al ven­tor­ril­lo chiq­ui­to, no me atreví a tomar sopa por miedo a que se me saliera el cal­do y aque­l­lo viniera con gente –con un regal­i­to, se entiende– y en la casa se dier­an cuen­ta de que tenía, roto y sin com­pos­tu­ra, el tubo del mofle.

Había dicho que fuimos a la casa de las vie­jas. La más joven se llam­a­ba Una, ¡que Dios per­done!; la otra era la Otra, la madre de la loca de la casa. Esta esta­ba fuera de la real­i­dad cotid­i­ana, casi siem­pre. Se había muda­do a la Luna hacía mucho tiem­po. No, hom­bre, no. A la calle Luna del Viejo San Juan, no: a la Luna de ver­dad. Decía que allí se vivía mejor y que no tenía que bañarse con agua; que allí se baña­ban con la pla­ta que­ma­da de las lágri­mas de los luceros; agua que­ma­da que, por más que se le decía que no eran lágri­mas de luceros ni niño muer­to, sino las lágri­mas de San Loren­zo, con­testa­ba furiosa que era como ella decía, y no jodan más, puñe­ta. Además, que allí en la Luna el vien­to sopla fuerte y por eso a la gente se le secan pron­to –las lágri­mas, se entiende.

Para que se bañara acá en la tier­ra, había que echarle por enci­ma una lata de man­te­ca El Cochini­to llena de agua fría, y entonces –entre cara­jo cabrón por qué me moja, hijo de la gran puta–, cor­ría a la let­ri­na, y la bue­na de la Una, ¡que Dios per­done!, ter­mina­ba de bañar­la. Después de gri­tar que tenía frío, que la esta­ban matan­do, que se quería morir, se seca­ba, y la cam­bi­a­ban de ropa has­ta el próx­i­mo cha­puzón; o sea, has­ta den­tro de vein­ti­o­cho días, pues, como ya he dicho, era lunáti­ca con cua­tro fas­es de siete días cada una y trece meses. Como al cal­en­dario azteca, le sobra­ba un día para dis­traerse. Entonces volvía al sil­lón y, de allí, a la Luna otra vuelta. Es decir, de aquí a la Luna, y de vuelta.

Pues bien, fuimos a la casa de la Una, ¡que Dios per­done!, con el pre­tex­to de que yo iba a hac­er­le un san­tiguo. Porque, sin anun­cia­rme en ningu­na guía, en mis ratos de ocio me dedi­co a repasar las car­ni­tas relu­cientes que for­ran los cartíla­gos. Además, leo la bara­ja y, si me apuras mucho, te hago una… has­ta “una”… dis­fraza­da de con­sul­ta espir­i­tu­al. El café no lo leo; me lo man­do caliente, pri­eto y puya, como Dios man­da. Sin acepil­lar. Y no extraño galleras, para que te repercutas.

Entramos al aposen­to y empezamos los ejer­ci­cios de calen­tamien­to. Aque­l­lo duró has­ta que se acabó. Él no tenía prisa, pero no hacía pausas ni inter­me­dios. Sin prisa, pero sin pausa, como en las huel­gas obr­eras y estu­di­antiles. Bueno, iba a lo que iba. Por más que yo trata­ba de cal­mar su apo­teo­sis las­timera, siem­pre me metió el as de bas­tos, y el dos de oro se me quedó entre las guare­tas. El as de bas­tos y el dos de oro, el as de bas­tos y el dos de oro… No había dicho que Miguel era de leche blan­ca y espe­sa; rubio, lampiño, alto, del­ga­do y con un cipote relu­ciente o pen­ca campesina que le latía con fuerza y se le ter­cia­ba cuan­do esta­ba parao.

Así de tieso y con aque­l­los lati­dos que rima­ban rít­mi­ca­mente con los lati­dos del corazón que aún se sien­ten en el pal­adar, en la lengua seca de recor­dar y en las entrete­las de donde ya se sabe o se adiv­ina. ¡No es el corazón! Para amor­tiguar el empu­je, él pro­pu­so (eso fue en la entre­ga pos­te­ri­or, y en las otras), que aque­l­lo se suavizara con bril­lan­ti­na, no con vaseli­na inodo­ra –vul­go: “sin olor”. Yo llevé Bril­lan­ti­na Hal­ka, que era olorosa y res­balosa. Y safe… y quedeme clava­do. ¿Por qué? Porque Miguel se engrasó con Hal­ka, la bril­lan­ti­na de los mete­dores del momen­to. ¿Qué momen­to? El momen­to opor­tuno. ¿Este? Este se te va dere­cho por el culo. Largo y pelú pa’ tu culo.

Decía, antes de que nos fuéramos en blan­co (porque, en aquel momen­to, soltó un escu­pi­ta­jo entre blan­co y ivory –“ivory” no: “marfil”– y espe­so como el almidón hirviente y la blan­ca tibieza del bolero de Agustín Lara can­ta­do incom­pa­ra­ble­mente por Toña la Negra en el cabaret Impala de Ciu­dad Méx­i­co e Insur­gentes) que has­ta la mira­da se me quedó en blan­co… aque­l­la tarde que nos fuimos al cuar­to –porque fue por la tarde– del ter­cer día, y ensegui­da empezó la bre­ga vio­len­ta: de atrás pa’lante, de atrás pa’lante, de atrás pa’lante, en una zafra frenéti­ca. ¡Como que el otro esta­ba como la caña en febrero! Y dice: menéa­lo, menéa­lo de aquí para allá y de allá para acá, menéa­lo, menéa­lo que se empelota. ¡Gózame, papi! Todos los días, aque­l­lo ardía al comien­zo de la bre­ga; es decir, resulta­ba difí­cil el introito porque aquel con­duc­to todavía no esta­ba cómo­do con el coito angosto.

Al creer que Aquel era hidrocé­fa­lo –de la cabeza de entre las pier­nas, se entiende–, se le pro­hibió tomar agua dos horas antes de. De ese modo, el hipopó­ta­mo debía estar menos lleno en el momen­to de. Hoy me metía la cabeza de sopetón, y yo gri­ta­ba y gri­ta­ba; mañana las pul­gadas iban lentas, y yo gri­ta­ba; al otro día me empu­ja­ba el ñame de bur­ro has­ta los lerenes, y yo gri­ta­ba. Pero, cada día, más y más pul­gadas, y menos y menos gri­tos. De más a menos, has­ta lograr un pianísi­mo; o el susurro que soto voce pre­cede al alle­gro con brío de la apo­teo­sis final, que es cuan­do se logra ascen­der has­ta la cúspi­de del nir­vana. Es el momen­to en que se abren los mil péta­los del Lotus. From Here to Eter­ni­ty! Oh Lord!

Aque­l­lo me empez­a­ba a gus­tar. Cada vez que me cogía, y eran los más días de la sem­ana, y de los meses… gri­ta­ba de tamaño plac­er. ¡Ay, qué rico! Dame más si más merez­co. ¡Me estás dan­do por donde me gus­ta! Sigue, papi, aunque me dé hipo. Me declaré devo­to carnívoro –por el ojo tuer­to– del mance­bo rubi­cun­do que pone el can­to de cuar­to en cuar­to. Cuan­do lo recuer­do como aho­ra, las entrete­las del bajo vien­tre se me vuel­ven un lapachero. ¿Y qué? Si no te gus­ta, cam­bia de canal. ¡Mira este!

Decía que la Otra, ¡que en glo­ria esté!, era afi­ciona­da a la radio. Todavía me perece ver­la sen­ta­da al frente de la caja de pan­do­ra por donde salían las voces de los héroes que tan­to admira­ba y has­ta odi­a­ba entre dientes. Don Rafael del Jun­co es un cabrón, pero Mamá Dolores es una san­ta que vive para cuidar a Alber­ti­co, mi’jo… ¡Ay, Vir­genci­ta de la Cari­dad del Cobre! Con­cédeme este favor, que yo te lo pago chav­i­to a chav­i­to. Y mien­tras ella, sen­ta­da, se traslad­a­ba a los mun­dos imposi­bles de la imag­i­nación, en el cuar­to con­tiguo, este y el otro seguían los tres movimien­tos de FAB: re-moje, enjuágue[se] después de lle­var aque­l­lo a la boca, y tiénda[se] en la cama. Luego de la bre­ga, ¡qué bien se espun­ta el sueño! Y empiece otra vez, que eso es jabón que no se gas­ta. Por ahí todavía no han mata­do a nadie. Que yo sepa. No debo dejar pasar la opor­tu­nidad de hablar de la Otra. “Yo soy la Otra, y el que no me entien­da, ¡que se joa!”, era el gri­to de guer­ra de la anciana gor­da y mofle­tu­da de cataratas de nub­los en la mira­da. Energú­me­na como la que más, zafia has­ta decir bas­ta; triste ante las cir­cun­stan­cias que nun­ca pudo cam­biar de vivir ata­da a una hija inestable emo­cional­mente, y sin dinero para afrontar los altiba­jos de la vida que se acaba.

El pelo blan­co se recogía en un moño mal hecho. Por lo común, se vestía casi con hara­pos y apesta­ba con el mal olor car­ac­terís­ti­co de las vie­jas que se bañan muy poco y se repiten –porque no se ven, pero se hue­len– el refa­jo bayus­co y las pan­tale­tas untadas de húmedas sar­nas que pican, y me voy con dis­imu­lo a una esquini­ta y me ras­co has­ta que me saco san­gre. Igual me pasa cuan­do me pica el culo y ter­mi­no metién­dome tres dedos. Porque al culo yo le doy lo que me pide, y me voy a coci­nar ¡con aque­l­la tranquilidad!

Pero lo que más molesta­ba de la jodi­da vie­ja eran sus con­stantes lamen­tos, sus alar­i­dos vio­len­tos de per­ra pari­da; bru­ja de aque­larre que baila la dan­za de las escobas mien­tras barre el piso de la alco­ba con la esco­ba apestosa a meaos de tres días. La may­or parte del día, y de los días sub­sigu­ientes al primer día de la sem­ana, se pasa­ba que­ján­dose de dolores y más dolores que llev­a­ba cifra­dos en la mente. Se que­ja­ba de gas­es que se le habían alo­ja­do deba­jo de las cos­til­las des­de mucho antes del tem­po­ral de San Ciri­a­co.

—Y por máh que tomo alka selsel, leche de man­nesia, guara­poh de aníh estrel­lao… ¡ay, por máh que me pon­go cat­a­plahmah, estoh con­de­naoh gaseh me joden la dige­htión y no me dejan dolmil. Yo que me como lah pati­tah de cel­do con aquel guh­to, lah habichue­lah blanc­ah… Con ídem. Y lo otro y lo otro y lo otro.

—¿Qué más, parturienta?

—Quemá eh una cosa pri­eta y redon­da como el roto del culo. Si eh que tieneh entovía esa pieza, que a mí me parece que el otro día te la rompieron.

Aque­l­los años –los glo­riosos años cin­cuen­ta del Códi­go Penal que olímpi­ca­mente lo pro­híbe– con­virtieron el homo­sex­u­al­is­mo y prác­ti­cas afines en el abom­inable deli­to con­tra natu­ra que a tan­tos gus­ta, que a tan­tos entre­tiene y que tan­tos prac­ti­can bajo palio. Por def­er­en­cia a todos y por ir con la lóg­i­ca del dedo que todo lo señala, que todo lo pen­e­tra con gran reca­to, se lle­ga uno a for­mu­lar la pre­gun­ta clave, la cual no viene sola porque la acom­pañan la moral, la últi­ma ver­dad reli­giosa orto­doxa, la abso­lu­ta opinión ex-cát­e­dra del Obis­po de Roma y el miedo a que nos cojan con el rabo de bur­ro entre las patas o, por mejor decir­lo, entre las sabrosas guare­tas. La pre­gun­ta es la sigu­iente: ¿Quiénes establecieron las reglas de esa moral tan estrecha que cada vez apun­ta con mejor pun­tería al roto del culo? ¿Es o no cier­to que, por lo común, habla el que menos puede? ¿Es la intran­si­gen­cia la que acusa por boca de quienes se eri­gen en fis­cales y críticos?

Adorme­ci­do por la bes­tial­i­dad luju­riosa del Pre­lu­dio a la sies­ta de un fauno, de Claude Debussy, que escuch­a­ba con embe­le­so, me di a la tarea de soñar largo y ten­di­do sobre el jergón aquel día mem­o­rable de nue­stro aniver­sario. Me sen­tía atol­sonao –“atol­sonao” no se dice, sino “estreñi­do o de defe­cación en extremo difí­cil o de reduci­da movil­i­dad intesti­nal”– porque no quería soltar pren­da. Ya eran tres años y once meses que nos veíamos reg­u­lar­mente, y me resulta­ba muy nos­tál­gi­co dar mar­cha atrás y encon­trarme ante la inde­cisión de dar­le el chance que me pedía o aplazar la pues­ta en esce­na para una ocasión más prop­i­cia. ¿Duer­mo todavía? Me pare­ció muy inade­cua­do un viernes trece para la entra­da al plateau. Aunque más vale pájaro en mano que cien­to volan­do, como decía mi abuela, la filó­so­fa con vari­antes: No dejes para mañana lo que puedas hac­er hoylo que para luego se deja, para luego se que­da…

Me iba a morir soñan­do cuan­do sen­tí la suavi­dad inde­scriptible del dedo gor­do sin uña que haría de aquel viernes trece un inolvid­able martes de car­naval; mar­di gras que me llevó has­ta los jun­cos de la oril­la, que me con­du­jo has­ta los cuer­nos de la luna de pla­ta de Toña la Negra, que me arrebató has­ta el sép­ti­mo cielo, y me con­tem­plé, de golpe y por­ra­zo, con­tan­do estrel­las duras y blan­cas en la vía láctea. ¿Duer­mo todavía? ¿Qué es esto? ¡Prodi­gio! Flo­res y flo­res en mis manos cre­cen. Que ven­ga Aquel. Ay, qué bueno, qué bueno, bre­garé con él. El ver­so de Ibar­bourou, ¡por fin!, son­a­ba con­vin­cente. ¡Prodi­gio! Flo­res y flo­res en mis manos cre­cen. ¡Prodi­gio! Flo­res y flo­res en mis manos cre­cen. ¡Prodi­gio! Flo­res y flo­res en mis manos crecen.

Entré de nue­vo por los aposen­tos y des­cubrí la mar de recuer­dos ocul­tos. El primero guar­da secre­tos del corazón. Me veo en otra época… Y, entre sus­piros y lágri­mas, recito a César Valle­jo: Hay golpes en la vida tan fuertes, yo lo sé, que nos devuel­ven a la dura real­i­dad mon­da y liron­da, después de darnos una vuel­tecita por los cármenes de allá arriba.

El ardor que yo sen­tía cuan­do allí atrás me toca­ba, con nada se me amen­gua­ba y aquel roto me dolía; roto inmen­so que se abría cuan­do aque­l­la ver­ga gor­da, larga, gor­da y cabezona, se me fue has­ta los lerenes, al com­pás de los vaivenes de aque­l­la clava­da honda.

Comencé a dar vueltas en redon­do, en cuadra­dos, en pen­tá­gonos has­ta lle­gar a fig­uras de cien lados. Ay, ay, ay, ay, ¡qué mareo! Ay, ay, ay, ay, te juro que te miro y no te veo. Que te veo y no te veo-que-te-veo-y-no-te-veo. ¿Duer­mo todavía? ¿Estoy vivo aún?

Para salir de aquel trance, cuan­do en el jergón me encon­tra­ba, fueme jus­to y nece­sario, para el des­per­tar vio­len­to, la caí­da de la cama. Rod­a­ba envuel­to en el mosquitero entre el río de olorosos y amar­il­los orines que inun­daron el aposen­to con aquel caer vio­len­to y las fra­gan­cias que lo acom­paña­ban. Hablan­do malo y pron­to: desperté.

Pero me volví a dormir. Soñaría esta vez con otro, a quien cono­cería, muchos años después. Él había lle­ga­do ese día como lo hacía siem­pre, con ganas de darse un buen baño. Pero ese día era el por­ta­dor de una sor­pre­sa que todavía me revuel­ca las entrete­las. Me parece que no debo con­tar­lo en este momen­to porque me ade­lan­taría a los acon­tec­imien­tos. Y Gabriel Gar­cía Márquez nos enseñó a con­tar lo de hoy, hoy, y lo de mañana, mañana; que es como debe ser porque nada ocurre en la víspera. Debo decir que, después del otro –perdón, antes del susodi­cho–, el que se vino antes que el otro sigu­ió cogien­do y no con­se­jos, por cier­to. Pero antes me parece jus­to soltar una con­fi­den­cia que, de no decir­la, se me atra­gan­taría en el gaz­nate, hecho a vio­len­tas sacu­d­i­das, a las sacu­d­i­das vio­len­tas de las trompas que anun­cian las inter­minables idas, pero sobre todo, las venidas a través del car­ril exclu­si­vo. ¡Que ven­ga el chor­ro! Lo prometi­do que­da para la segun­da entre­ga porque es de mala edu­cación hablar con la boca llena. ¡Perdón! Cam­bio y fuera.