PRIMERA ENTREGA
De cómo Ondergraund se entregó a un mancebo
que quería folgar en una casa de la Calle del Mondongo
y de las veces que la brega se repitió
Alguien me dijo que en saliendo del vientre de mi madre, de haber tenido madre, es decir, de no haber sido un desastrado, aquella debió llamarse Onder Graúnda. Sino, ¿de dónde sale mi nombre, el nombre con que me llaman mis clientes de la blogosfera? En las afueras, mi nombre completo, el que te debes aprender de memoria desde ahora es Ondergraund.com. Soy metrosexual como el que más. Me dedico a coger por el culo, aunque Dios no crio tal oficio. Será por eso que mi nombre de pila me sabe a mierda. Desde que alguien me lo rompió –el culo, se entiende. Me anuncio a través de la Internet y en la sección de Servicios al Lector 11.4 RELAX de los principales periódicos de aquí entre las ofertas de masajes terapéuticos, masajes eróticos, sexo virtual y sexo de carne; entre heterosexuales ardientes; el mójate conmigo de una; las parejas y tríos de universitarias cariñosas y primerizas; el culito respingón de Penélope, la travesti; el beso negro de Mandy; la insaciable y auténtica lengua lésbica de Lesbia, y otras y otros que a la corta o a la larga cogen y dan por el culo, y tan tranquilos, que la vida es un boquete, un roto más o menos circular que se abre y se cierra porque es un esfínter o músculo que tiene forma de anillo. Yo digo que, si no hubiera sido por este, el otro, el otro y los demás y sus pertinaces clavadas, yo hubiera muerto virgen, casto y virgen como vine a este mundo al amanecer de una noche sin luna, pues a aquella hora, entre mentiras y veras, ni era de noche ni se había hecho de día.
Al leer estas páginas, los que no cierren bruscamente este diario íntimo se preguntarán si en algún momento una gota de felicidad preside algún capítulo de mi azarosa vida. Yo creo que sí. Me parece que, en varias ocasiones, el amor verdadero ha mostrado su rostro y me ha sonreído, al menos. En intervalos más o menos espaciados que se cuentan en lustros multiplicados por sí mismos, ha permanecido a mi lado como un ángel tutelar. Aunque en este momento parece haberse ido para siempre de mi vida, la intuición me susurra al oído que volverá como vuelven siempre las oscuras golondrinas de Bécquer, aunque el poeta de la tristeza diga lo contrario, perdida toda esperanza. Yo sé que habrá de ocurrir de tal manera. Y prometo contarlo antes de que se me pueda olvidar o me sorprenda la muerte peluda y flaca.
Me parece que fue un día por la tarde, entre la tarde y la noche. (Todo me ocurre entre esto y aquello, pues dicen que aquello es el culo.) Antes de la seis y después de las dos. Yo tenía trece años, y él me perseguía como tantos otros, pero sin que yo lo notara. Había otro. Era un hombre que trabajaba en una mueblería por la que yo pasaba a diario. Cuando me detenía frente a una puerta de cristal de ese negocio, inmediatamente él se colocaba en un lugar estratégico, en un lugar escogido para él y para mí: ambos en completa complicidad.
Era un hombre joven, flaco y muy blanco. De ojos oscuros y expresivos con mirada de lince, capaz de recoger imágenes de asombro para luego rumiarlas a sus anchas, según parece. Luego de colocarse –como he dicho– en un lugar estratégico, se bajaba lentamente el zípper –no se dice “zípper”, sino “cierre de cremallera”–, buscaba con una gran calma –que aún me exaspera– allí dentro y sacaba aquello que colgaba muy largo primero, se desperezaba después y se alzaba majestuoso y altanero, finalmente, en sus nueve pulgadas de longitud como mínimo y una circunferencia que me hacía temblar ante la posibilidad de que se me pudiera alojar en la boca asustada… o en el rotito chiquitito del culito. La punta, protuberante y reluciente y sonrosada, latía rítmicamente amenazante mientras yo no salía de un asombro que se convirtió en una costumbre. Él manipulaba aquel ser hasta el momento previo a la culminación de un acto que nunca llegó al epílogo, preso entre las dos columnas, la del fémur izquierdo y la del derecho. Concluidas las formalidades de rigor, nuevamente esposado entre los dedos de la mano izquierda del hombre, el reo volvía al encierro, al oscuro y solitario calabozo.
Qué fue de aquel hombre callado. Cómo se llamaba es un secreto que desafía el tiempo y se pierde en las nieblas del misterio. Sólo sé que, desde aquellos días enmascarados, sin poderlo remediar, cuando veo un hombre blanco y flaco, de mirada oscura de lince, sin querer queriendo, busco la aparición gloriosa del bobo grande de mis recuerdos asombrados, entre el fémur izquierdo y el fémur derecho.
Él tendría como dieciséis años… y ocho de allá. Aquel día –fue por la tarde– me preguntó por lo bajo y casi con miedo –porque no me miraba a los ojos– si estaba dispuesto a darle un chance. ¿Chance?, pensé. Este lo que quiere es clavarme y me lo dice así para que no me asuste. Yo creo que me llegó mi día. Me puse muy nervioso; él tartamudeaba. ¿Yo? Bueno… Abría y cerraba la boca con torpeza. Con mordidas y chupadas de neófito. La estupidez me llegó hasta la campanilla produciéndome náuseas balbuceantes de baba transparente y pegajosa.
En ese momento, adiviné lo que me esperaba. A lo mejor, empezaría a pujar las ocho sin acepillar que él iba a empujar… y yo a gritar, él a empujar y yo a gritar, sin poderlo remediar.… con rima consonante ¡y todo! Fuimos a una casa cabe las Tenerías donde se alojaban unas tías mías por parte de padre. Eran unas ancianas que yo conocía bien, y me parece que ellas me conocían mejor que yo a ellas; es decir, que sabían de la pata que yo cojeo. Eran viejas, pero no pendejas. La casa era pequeña con divisiones en madera; lo que equivale a decir que lo que ocurría en un cuarto se escuchaba en los demás. Estaba (en)clavada en la Calle del Mondongo. De madera. Pintada de amarillo. Tenía tres cuartos dormitorios, cocina, letrina en el patio, y patio. En vez de balcón, antepecho con balaústres plateados de hierro colao. Estaba pintada de amarillo –como ya he dicho– y tenía el techo alto, a dos aguas, y el cielorraso con murciélagos. Los muebles escaseaban: un sillón viejo y destartalado, un sofá de madera del país, residuo de un juego suntuoso de sala María Teresa, y dos sillas de pajilla –sin pajilla– completaban el menaje de la sala y el comedor.
Como no había televisión porque no tenían con qué comprar una, la única distracción de la Una, ¡que Dios perdone!, era escuchar las novelas que a diario pasaban en tandas corridas por la radio. Poco a poco, aquellos personajes hechos de lágrimas, suspiros y palidez marmórea, pasaron a formar parte de su mundo. Y del nuestro, porque constantemente nos hablaba de ellos y como ellos. Otra cosa que la Una acostumbraba hacer era dialogar –muchas veces con coraje; otras, con dolor humano– con las heroínas –unas pendejas sadomasoquistas– que desfilaban por la pantalla de su mente como perras detrás de las braguetas de los hombres. Cuántas veces las metió en la conversación es cosa de no saberlo.
Pues hasta allí llegué aquella tarde –porque fue por la tarde– con Aquel, que así se llamaba el susodicho del magnífico y bello apéndice. Lo comparo con una yuca y me quedo corto –de respiración, se entiende. Los sudores que me hizo pasar el cabrón de Miguel cuando empezó a penetrar las carnes trémulas de este cuerpo virgen, me provocaron unos ardores ahí, sí, ahí mismito, que lo menos que me dio fue ganas de cagar, pero de cagar lento, pausadamente y muy quedo. Me eché a llorar sin llanto, con un hipo de tartamudo, entrecortado como el de los nenes chiquitos. Él me decía no te apures, papi, que el ardorcito se te pasa pronto, y me soplaba repetidamente, no sé con qué propósito.
Claro, como él estaba gozando de lo lindo. Bueno… y yo, en cuatro. El culo palpitante y las nalgas abiertas entre la baba y la vaselina sin olor, el roto más y más redondo ante la embestida de la cabeza violenta que se abría paso con gran esfuerzo entre la estrechez menos y menos estrecha… Cuando rompió el botón, la mirada de ojos quejumbrosos tiñó de rojo la sábana blanca de una verónica que dibujó el rostro pálido en el instante supremo del quejido y la entrega. La sacudida se mojó de placer y lágrimas: dolor y placer que se dispararon en la elevación mayor envueltos en la blanca tibieza de estertores relampagueantes.
¿Bueno? Bueno es el pan que tiene dos culos y se los deja comer. Aquel sólo se dejó comer el único que tenía. Aunque con el tiempo, otros orificios hacen lo suyo mientras la boca, entre gárgaras –lenta y rítmicamente–, dice una vez y repite, repite, repite mamá clarito y papá emborujao. Los días siguientes al holocausto caníbal, o sea, al día en que Miguel me comió el chiquito; los días siguientes al asalto por la retaguardia al ventorrillo chiquito, no me atreví a tomar sopa por miedo a que se me saliera el caldo y aquello viniera con gente –con un regalito, se entiende– y en la casa se dieran cuenta de que tenía, roto y sin compostura, el tubo del mofle.
Había dicho que fuimos a la casa de las viejas. La más joven se llamaba Una, ¡que Dios perdone!; la otra era la Otra, la madre de la loca de la casa. Esta estaba fuera de la realidad cotidiana, casi siempre. Se había mudado a la Luna hacía mucho tiempo. No, hombre, no. A la calle Luna del Viejo San Juan, no: a la Luna de verdad. Decía que allí se vivía mejor y que no tenía que bañarse con agua; que allí se bañaban con la plata quemada de las lágrimas de los luceros; agua quemada que, por más que se le decía que no eran lágrimas de luceros ni niño muerto, sino las lágrimas de San Lorenzo, contestaba furiosa que era como ella decía, y no jodan más, puñeta. Además, que allí en la Luna el viento sopla fuerte y por eso a la gente se le secan pronto –las lágrimas, se entiende.
Para que se bañara acá en la tierra, había que echarle por encima una lata de manteca El Cochinito llena de agua fría, y entonces –entre carajo cabrón por qué me moja, hijo de la gran puta–, corría a la letrina, y la buena de la Una, ¡que Dios perdone!, terminaba de bañarla. Después de gritar que tenía frío, que la estaban matando, que se quería morir, se secaba, y la cambiaban de ropa hasta el próximo chapuzón; o sea, hasta dentro de veintiocho días, pues, como ya he dicho, era lunática con cuatro fases de siete días cada una y trece meses. Como al calendario azteca, le sobraba un día para distraerse. Entonces volvía al sillón y, de allí, a la Luna otra vuelta. Es decir, de aquí a la Luna, y de vuelta.
Pues bien, fuimos a la casa de la Una, ¡que Dios perdone!, con el pretexto de que yo iba a hacerle un santiguo. Porque, sin anunciarme en ninguna guía, en mis ratos de ocio me dedico a repasar las carnitas relucientes que forran los cartílagos. Además, leo la baraja y, si me apuras mucho, te hago una… hasta “una”… disfrazada de consulta espiritual. El café no lo leo; me lo mando caliente, prieto y puya, como Dios manda. Sin acepillar. Y no extraño galleras, para que te repercutas.
Entramos al aposento y empezamos los ejercicios de calentamiento. Aquello duró hasta que se acabó. Él no tenía prisa, pero no hacía pausas ni intermedios. Sin prisa, pero sin pausa, como en las huelgas obreras y estudiantiles. Bueno, iba a lo que iba. Por más que yo trataba de calmar su apoteosis lastimera, siempre me metió el as de bastos, y el dos de oro se me quedó entre las guaretas. El as de bastos y el dos de oro, el as de bastos y el dos de oro… No había dicho que Miguel era de leche blanca y espesa; rubio, lampiño, alto, delgado y con un cipote reluciente o penca campesina que le latía con fuerza y se le terciaba cuando estaba parao.
Así de tieso y con aquellos latidos que rimaban rítmicamente con los latidos del corazón que aún se sienten en el paladar, en la lengua seca de recordar y en las entretelas de donde ya se sabe o se adivina. ¡No es el corazón! Para amortiguar el empuje, él propuso (eso fue en la entrega posterior, y en las otras), que aquello se suavizara con brillantina, no con vaselina inodora –vulgo: “sin olor”. Yo llevé Brillantina Halka, que era olorosa y resbalosa. Y safe… y quedeme clavado. ¿Por qué? Porque Miguel se engrasó con Halka, la brillantina de los metedores del momento. ¿Qué momento? El momento oportuno. ¿Este? Este se te va derecho por el culo. Largo y pelú pa’ tu culo.
Decía, antes de que nos fuéramos en blanco (porque, en aquel momento, soltó un escupitajo entre blanco y ivory –“ivory” no: “marfil”– y espeso como el almidón hirviente y la blanca tibieza del bolero de Agustín Lara cantado incomparablemente por Toña la Negra en el cabaret Impala de Ciudad México e Insurgentes) que hasta la mirada se me quedó en blanco… aquella tarde que nos fuimos al cuarto –porque fue por la tarde– del tercer día, y enseguida empezó la brega violenta: de atrás pa’lante, de atrás pa’lante, de atrás pa’lante, en una zafra frenética. ¡Como que el otro estaba como la caña en febrero! Y dice: menéalo, menéalo de aquí para allá y de allá para acá, menéalo, menéalo que se empelota. ¡Gózame, papi! Todos los días, aquello ardía al comienzo de la brega; es decir, resultaba difícil el introito porque aquel conducto todavía no estaba cómodo con el coito angosto.
Al creer que Aquel era hidrocéfalo –de la cabeza de entre las piernas, se entiende–, se le prohibió tomar agua dos horas antes de. De ese modo, el hipopótamo debía estar menos lleno en el momento de. Hoy me metía la cabeza de sopetón, y yo gritaba y gritaba; mañana las pulgadas iban lentas, y yo gritaba; al otro día me empujaba el ñame de burro hasta los lerenes, y yo gritaba. Pero, cada día, más y más pulgadas, y menos y menos gritos. De más a menos, hasta lograr un pianísimo; o el susurro que soto voce precede al allegro con brío de la apoteosis final, que es cuando se logra ascender hasta la cúspide del nirvana. Es el momento en que se abren los mil pétalos del Lotus. From Here to Eternity! Oh Lord!
Aquello me empezaba a gustar. Cada vez que me cogía, y eran los más días de la semana, y de los meses… gritaba de tamaño placer. ¡Ay, qué rico! Dame más si más merezco. ¡Me estás dando por donde me gusta! Sigue, papi, aunque me dé hipo. Me declaré devoto carnívoro –por el ojo tuerto– del mancebo rubicundo que pone el canto de cuarto en cuarto. Cuando lo recuerdo como ahora, las entretelas del bajo vientre se me vuelven un lapachero. ¿Y qué? Si no te gusta, cambia de canal. ¡Mira este!
Decía que la Otra, ¡que en gloria esté!, era aficionada a la radio. Todavía me perece verla sentada al frente de la caja de pandora por donde salían las voces de los héroes que tanto admiraba y hasta odiaba entre dientes. Don Rafael del Junco es un cabrón, pero Mamá Dolores es una santa que vive para cuidar a Albertico, mi’jo… ¡Ay, Virgencita de la Caridad del Cobre! Concédeme este favor, que yo te lo pago chavito a chavito. Y mientras ella, sentada, se trasladaba a los mundos imposibles de la imaginación, en el cuarto contiguo, este y el otro seguían los tres movimientos de FAB: re-moje, enjuágue[se] después de llevar aquello a la boca, y tiénda[se] en la cama. Luego de la brega, ¡qué bien se espunta el sueño! Y empiece otra vez, que eso es jabón que no se gasta. Por ahí todavía no han matado a nadie. Que yo sepa. No debo dejar pasar la oportunidad de hablar de la Otra. “Yo soy la Otra, y el que no me entienda, ¡que se joa!”, era el grito de guerra de la anciana gorda y mofletuda de cataratas de nublos en la mirada. Energúmena como la que más, zafia hasta decir basta; triste ante las circunstancias que nunca pudo cambiar de vivir atada a una hija inestable emocionalmente, y sin dinero para afrontar los altibajos de la vida que se acaba.
El pelo blanco se recogía en un moño mal hecho. Por lo común, se vestía casi con harapos y apestaba con el mal olor característico de las viejas que se bañan muy poco y se repiten –porque no se ven, pero se huelen– el refajo bayusco y las pantaletas untadas de húmedas sarnas que pican, y me voy con disimulo a una esquinita y me rasco hasta que me saco sangre. Igual me pasa cuando me pica el culo y termino metiéndome tres dedos. Porque al culo yo le doy lo que me pide, y me voy a cocinar ¡con aquella tranquilidad!
Pero lo que más molestaba de la jodida vieja eran sus constantes lamentos, sus alaridos violentos de perra parida; bruja de aquelarre que baila la danza de las escobas mientras barre el piso de la alcoba con la escoba apestosa a meaos de tres días. La mayor parte del día, y de los días subsiguientes al primer día de la semana, se pasaba quejándose de dolores y más dolores que llevaba cifrados en la mente. Se quejaba de gases que se le habían alojado debajo de las costillas desde mucho antes del temporal de San Ciriaco.
—Y por máh que tomo alka selsel, leche de mannesia, guarapoh de aníh estrellao… ¡ay, por máh que me pongo cataplahmah, estoh condenaoh gaseh me joden la digehtión y no me dejan dolmil. Yo que me como lah patitah de celdo con aquel guhto, lah habichuelah blancah… Con ídem. Y lo otro y lo otro y lo otro.
—¿Qué más, parturienta?
—Quemá eh una cosa prieta y redonda como el roto del culo. Si eh que tieneh entovía esa pieza, que a mí me parece que el otro día te la rompieron.
Aquellos años –los gloriosos años cincuenta del Código Penal que olímpicamente lo prohíbe– convirtieron el homosexualismo y prácticas afines en el abominable delito contra natura que a tantos gusta, que a tantos entretiene y que tantos practican bajo palio. Por deferencia a todos y por ir con la lógica del dedo que todo lo señala, que todo lo penetra con gran recato, se llega uno a formular la pregunta clave, la cual no viene sola porque la acompañan la moral, la última verdad religiosa ortodoxa, la absoluta opinión ex-cátedra del Obispo de Roma y el miedo a que nos cojan con el rabo de burro entre las patas o, por mejor decirlo, entre las sabrosas guaretas. La pregunta es la siguiente: ¿Quiénes establecieron las reglas de esa moral tan estrecha que cada vez apunta con mejor puntería al roto del culo? ¿Es o no cierto que, por lo común, habla el que menos puede? ¿Es la intransigencia la que acusa por boca de quienes se erigen en fiscales y críticos?
Adormecido por la bestialidad lujuriosa del Preludio a la siesta de un fauno, de Claude Debussy, que escuchaba con embeleso, me di a la tarea de soñar largo y tendido sobre el jergón aquel día memorable de nuestro aniversario. Me sentía atolsonao –“atolsonao” no se dice, sino “estreñido o de defecación en extremo difícil o de reducida movilidad intestinal”– porque no quería soltar prenda. Ya eran tres años y once meses que nos veíamos regularmente, y me resultaba muy nostálgico dar marcha atrás y encontrarme ante la indecisión de darle el chance que me pedía o aplazar la puesta en escena para una ocasión más propicia. ¿Duermo todavía? Me pareció muy inadecuado un viernes trece para la entrada al plateau. Aunque más vale pájaro en mano que ciento volando, como decía mi abuela, la filósofa con variantes: No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy; lo que para luego se deja, para luego se queda…
Me iba a morir soñando cuando sentí la suavidad indescriptible del dedo gordo sin uña que haría de aquel viernes trece un inolvidable martes de carnaval; mardi gras que me llevó hasta los juncos de la orilla, que me condujo hasta los cuernos de la luna de plata de Toña la Negra, que me arrebató hasta el séptimo cielo, y me contemplé, de golpe y porrazo, contando estrellas duras y blancas en la vía láctea. ¿Duermo todavía? ¿Qué es esto? ¡Prodigio! Flores y flores en mis manos crecen. Que venga Aquel. Ay, qué bueno, qué bueno, bregaré con él. El verso de Ibarbourou, ¡por fin!, sonaba convincente. ¡Prodigio! Flores y flores en mis manos crecen. ¡Prodigio! Flores y flores en mis manos crecen. ¡Prodigio! Flores y flores en mis manos crecen.
Entré de nuevo por los aposentos y descubrí la mar de recuerdos ocultos. El primero guarda secretos del corazón. Me veo en otra época… Y, entre suspiros y lágrimas, recito a César Vallejo: Hay golpes en la vida tan fuertes, yo lo sé, que nos devuelven a la dura realidad monda y lironda, después de darnos una vueltecita por los cármenes de allá arriba.
El ardor que yo sentía cuando allí atrás me tocaba, con nada se me amenguaba y aquel roto me dolía; roto inmenso que se abría cuando aquella verga gorda, larga, gorda y cabezona, se me fue hasta los lerenes, al compás de los vaivenes de aquella clavada honda.
Comencé a dar vueltas en redondo, en cuadrados, en pentágonos hasta llegar a figuras de cien lados. Ay, ay, ay, ay, ¡qué mareo! Ay, ay, ay, ay, te juro que te miro y no te veo. Que te veo y no te veo-que-te-veo-y-no-te-veo. ¿Duermo todavía? ¿Estoy vivo aún?
Para salir de aquel trance, cuando en el jergón me encontraba, fueme justo y necesario, para el despertar violento, la caída de la cama. Rodaba envuelto en el mosquitero entre el río de olorosos y amarillos orines que inundaron el aposento con aquel caer violento y las fragancias que lo acompañaban. Hablando malo y pronto: desperté.
Pero me volví a dormir. Soñaría esta vez con otro, a quien conocería, muchos años después. Él había llegado ese día como lo hacía siempre, con ganas de darse un buen baño. Pero ese día era el portador de una sorpresa que todavía me revuelca las entretelas. Me parece que no debo contarlo en este momento porque me adelantaría a los acontecimientos. Y Gabriel García Márquez nos enseñó a contar lo de hoy, hoy, y lo de mañana, mañana; que es como debe ser porque nada ocurre en la víspera. Debo decir que, después del otro –perdón, antes del susodicho–, el que se vino antes que el otro siguió cogiendo y no consejos, por cierto. Pero antes me parece justo soltar una confidencia que, de no decirla, se me atragantaría en el gaznate, hecho a violentas sacudidas, a las sacudidas violentas de las trompas que anuncian las interminables idas, pero sobre todo, las venidas a través del carril exclusivo. ¡Que venga el chorro! Lo prometido queda para la segunda entrega porque es de mala educación hablar con la boca llena. ¡Perdón! Cambio y fuera.