CUARTA ENTREGA
Aquí se cuenta lo que se verá más adelante
en sus más detallados detalles con sus pelos y señales
Decía antes que Él llegó aquel día para darme una gran sorpresa. Seguramente no lo sabía. Pero así fue. No miento. Por ser sorpresivo su comportamiento, no supe –de momento– de qué se trataba. Bueno, si lo hubiera sabido, no hubiera sido una sorpresa. Antes debo decir que aquel día, antes de Él, otro había estado conmigo, de quien hablaré más adelante. Es raro que hubiera llegado tan temprano –Él, se entiende– porque acostumbraba hacerlo por las noches. Al mediodía de ese día, me llamó Quién. Como de costumbre, llegó andando.
Es decir, un ratito a pie y otro andando. Quién era un joven rubio muy atractivo. Tal vez su mayor atractivo, o por lo menos a mí me pareció así siempre, era el lindo bigote amarillo que enmarcaba sus labios tímidos, tanto tímidos como sensuales, y su dentadura perfecta y reluciente. Quién era dependiente de una tienda de ropa para caballeros por aquellos días. Lo conocí allí mientras me despachaba unos pantalones; mejor dicho, mientras me los subía y me los bajaba, me los subía y me los bajaba, me los subía y me los bajaba… ¡Ay, me cansé! ¡Ay, me cansé! ¿De qué me cansé? Bueno… De esto, de aquello y de lo otro. La mutua atracción fue muy rápidamente detectada y consentida por los dueños. Estos lo celebraron mucho. Eran de la cofradía, dos venerables hermanas de la tercera edad. O sea, de los que ni con la mezcla de Viagra con el Chinito logran la resurrección de la carne ¿marchita?, pero mantienen la dureza de la lengua, la que meten por el culo con los bríos de un adolescente, ¡y cuidado! Sin embargo, no fue hasta pasado algún tiempo que nos comunicamos los intereses que nos mantenían interesados el uno en el otro. Él tenía veinte años; yo, algunos más, pero no muchos. Más allá de ser joven, que lo era, me veía muy joven. Almorzábamos juntos en mi casa. Él me llamaba por teléfono antes de salir de la tienda. De ese modo, cuando llegaba, ya le tenía el almuerzo servido o casi terminado. ¿Qué hacíamos en esos momentos? Comer, escuchar alguna pieza musical, conversar. Al llegar, me daba un beso; también, al irse.
Cuando salía del trabajo por las tardes, nos veíamos en un negocio ubicado en la Calle del Mondongo. Allí tomábamos: yo, vino; él, cerveza. A veces comíamos pollo y papas fritas con queso derretido, uno de los platos exquisitos de aquel negocio. A pesar de la relación íntima que nos unió por varios meses, nunca efectuamos el acto sexual tradicional. Ni hizo falta. El amor no siempre culmina en la cama o en un pasillo o en un motel. Supe que viajó a Nueva York, de donde era oriundo. Todavía hoy, lo recuerdo con cierta nostalgia, especialmente si paso por la Calle del Mondongo o como pollo frito u observo un bigote rubio o casi un bozo amarillo.
Este fue para mí un chichante, contrario a Quién, de quien precisamente acabo de hablar. (No se llamaba Quién.) Es que ha habido dos con idénticos nombres en mi vida, y no me gustaría confundirlos. Aclarado esto, podemos conversar en torno a Él, de quien diré solamente que llegaba, hablábamos, tomábamos vino y, al final, en medio de la más completa complicidad y el silencio más absoluto, celebrábamos el acto sexual con intensa alegría contenida. Terminada la jornada, se iba. Siempre volvió. ¿Cuándo terminó aquello? Cuando yo me mudé a otro lugar. Con otro. Este se llamaba Ese y me sacó de aquel lugar en el cual nunca debí vivir. Me mudé al pueblo costero más paradisíaco de toda la isla, por lo menos en la época en que me fui de allí. Viví dos años Allá, en contacto directo con la naturaleza puertorriqueña, de frente al mar como guardián de mis días. Él y yo estuvimos juntos sólo treinta días. Ese fue el trato que hicimos antes de dar ese paso definitivo en mi vida. De Él hablaré más tarde, pues merece trato especial. Desde aquella época, no lo he vuelto a ver. Lo llevé hasta donde vivía con su familia. Algo de esta experiencia extraordinaria se mantuvo en los parámetros del círculo mágico… Me alegraría mucho verlo nuevamente. Y refocilarme con él como lo hicimos durante aquellos treinta días con sus noches y madrugadas. Debo añadir, antes de intercalar la otra aventura, que Raymond parecía un personaje sacado de la galería de Caravaggio. Hermoso como un efebo, sensual como un San Sebastián, unía a su rara belleza la mirada con olor a tragedia que tienen los modelos de aquel pintor que, para retratar la muerte, mató a su modelo.
Después de Él, encontré a Uno más. De inmediato, empezó a visitarme, pues vivía muy cerca de Allá. (Este episodio es uno de los más hermosos de toda mi existencia.) Rezuma poesía y magia. (Mientras duró aquella alegría que pude compartir con él y con todos.) Vale la pena adentrarse en una etapa de la vida marcada por la felicidad. Un verdadero oasis. Todavía recuerdo que fue una noche de luna su primera visita. Llegó en su motora. El suéter blanco dibujaba perfectamente su tez bronceada y marcaba una fisonomía impresionante. Recuerdo su mirada oscura y enigmática, su voz varonil y sus gestos correctos. Mira, si aumentas de peso, te dejo.
Y pasábamos muchas horas –durante la noche– corriendo desnudos por la playa, ejercitándonos como dos alegres atletas de la Grecia antigua. Dentro del apartamento, por lo común, estábamos desnudos, también. ¿Qué hacíamos durante los días enteros que pasamos juntos? Muchas cosas.
Comentábamos lecturas realizadas, veíamos programas de televisión, escuchábamos música, nos tumbábamos en la cama a jugar; retozos que nos dejaban extenuados, pero felices. Así transcurrió el tiempo en un carpe diem que se prolongó, a lo mejor, más allá de las expectativas más prometedoras, por lo menos de mi parte, que no siempre ha sido la mejor de las suertes la que me ha cobijado. Cuando esto escribo, estoy pasando por la experiencia más difícil de mi existencia porque siento que me estoy derrumbando como la Doña Rosita de García Lorca, sin que mis labios expresen la profunda angustia que me corroe hace meses. Como aquella, yo le repito al amado fugitivo, hoy en brazos de mujer ¡qué luto de ruiseñores dejas a mi juventud pues siendo norte y salud tu figura y tu presencia, rompes con tu cruel ausencia, las cuerdas de mi laúd!
Un promisorio día me enteré –porque él me lo dijo– que, mientras estuvo haciendo el servicio militar en Estados Unidos, se había casado con una joven norteamericana por salir de la barraca en que vivía. Olvidaba decir que tenía veinticuatro años y un hijo, producto de aquella unión; un niño que, por esas fechas, tenía un año. Al volver de allá, lo trajo consigo. El pequeño vivía en la casa que él compartía con sus padres. Es decir, sus abuelos lo cuidaban. Empezó a traerlo hasta acá. Le tomé un gran cariño, y el pequeño a mí. Cuando conocí a la esposa –porque había venido a vivir con ellos– sentí que la felicidad dorada ya no era de oro. Desde aquel momento, la experiencia tuvo frontera de dolor para mí, aunque, de primera intención, no hubo motivos para dudar de la fidelidad de mi compañero. Llegó un momento en que los tres compartíamos como amigos, hasta que… Hasta que ella se dio cuenta de lo que pasaba entre él y yo y decidió volver a los Estados Unidos “para no opacar una felicidad que es única”. Esas fueron sus palabras.
Aquello culminó en el divorcio –de ellos, por supuesto. Y sal y agua nuestro idilio se volvió luego de la odisea que siguió a la saga que habíamos vivido. Él insistió. Quería que volviéramos. Lo intentó varias veces. Lamentablemente, el cántaro ya había ido bastante a la fuente. Tantas, que se rompió en mil pedazos. Y el amor roto no hay pegamento –un Krazy Glue milagroso– que pueda unirlo porque se pega por un lado y se agrieta por otros, y se volvió a joder la bicicleta.
Este llegó aquel día –ya lo había mencionado– y estuvimos hablando un buen rato. Me pidió pasar al baño y no cerró la puerta. Desde allí me pidió una toalla y jabón. A requerimiento suyo, le lavé la cabeza con champú. Luego insistió en que lo enjabonara. Lo hice, a sabiendas de que cada acto nuestro tenía alguna consecuencia. En este caso, ya se adivina lo que ocurrió cuando mi mano enjabonada pasó por el área púbica. Diríase que uno de los cojones le dijo al otro: “A trabajar, que el jefe se levantó”. No pude menos que unirme a aquella inesperada gran parada.
Con júbilo jubiloso, me quité la ropa y me uní al concierto a cuatro manos que acababa de empezar. Del once pasamos al sesenta y nueve; después a la cama, luego de perfumar los cuerpos. Pasamos del calentamiento de rigor a las prácticas extenuantes. Nos contorsionamos de frente, de lado y de espaldas. Hicimos gargaritas –con la garganta, por supuesto–, metimos el dedo aquí, allí y allá con abundante vaselina. Y él se inició en el arte de coger por el culo; primero, tímidamente; luego, con movimientos lentos seguidos por la celeridad de que fue capaz, con pericia sólo de principiante.
No se le podía pedir más. Se movió con ritmo de culea, culea, culea… hasta que se anegó de la blanca tibieza que sella el acto sexual al llegar a la tercera fase, que es la definitiva. Entre vueltas y más vueltas, terminamos verdaderamente exhaustos, pero felices. Desde aquel día, el rito clandestino se repitió y se repitió. Y se repitió. Aún recuerdo sus nalgas macizas hechas a clavadas profundas hasta decir Made in Japan, hasta decir no te vayas que ahora te doy lo tuyo con un falsete de Alejandro Fernández.
Recuerdo ahora a otro. A este lo conocí en mi primera juventud, cuando aún no había salido de mi pueblo natal. Fue en el atrio de la iglesia –católica, se entiende. Aunque era noche cerrada y sin luna, en aquel momento salió el sol. Y lo hizo sólo para mí y para él. Su pelo rubio, su mirada verde, su perenne sonrisa que daba paso a una amplia y espléndida alegría, me hicieron entrever la gloria de los bienaventurados en sus ojos. Luego vino lo mejor: su manera inédita de besar.
Cuando nuestras bocas se juntaron por primera vez, nos pareció que ambas eran las dos mitades del Uno ansiado por los metafísicos desde la unión física allende todo límite. Literalmente, no nos podíamos despegar. Libábamos el néctar reservado a los dioses del Olimpo, pues aquellos besos no sólo sabían a ambrosía: eran la ambrosía misma. La unión sexual se produjo como complemento directo a la entrega inicial. Siempre que recuerdo este entreacto de mi vida, lo acompaño con la melodía inmortal “Barcarola”, de Los cuentos de Hoffmann, de Offenbach. Esta extraordinaria experiencia tuvo su epílogo muchos años después. Nos encontramos, nos besamos hasta quedar roncos, hicimos el amor con intensidad… No lo he vuelto a ver. Hoy es un hombre casado y con hijos. Me parece que la segunda vez colmó sus expectativas. Sólo me resta recordarlo cada vez que escucho la “Barcarola”, mi himno personal, desde el amanecer de la experiencia erótica del amor en plenitud.
Quienes conocen sólo de oídas las vidas anónimas de los homosexuales incurren en el prejuicio y la incomprensión por ignorancia y hasta por falta de sensibilidad para hacer la difícil andadura –aunque sea mentalmente– con el hermano expulsado del redil por no seguir las pautas trazadas por las mayorías al momento de escoger su pareja sexual. Solamente esa diferencia nos separa del resto. Como los demás seres humanos, sentimos y padecemos las alegrías y las desgracias del amor. Como los otros hermanos, los que nos rechazan como si estuviéramos apestados, necesitamos de la mano amiga que nos diga que no estamos solos, que la existencia es una carrera de obstáculos tan larga como una maratón a la que acudimos todos, uno a uno o dos a dos, e intentamos llegar a la meta sanos y salvos y vencedores.
Periodistas de todo el planeta abordan el tema del homosexualismo. Sus artículos denuncian prejuicios en contra nuestra o nos atacan con dureza. Lo mismo hacen los camaleónicos políticos –siempre a la caza de votos– y las sectas religiosas fundamentalistas. Sus representantes asumen actitudes tan extravagantes que los acercan a Moisés con las Tablas de la Ley al bajar del Sinaí. En tal sentido, se puede decir que asistimos a otra Santa Cruzada que se lleva a cabo con el sólo propósito de iniciar por enésima vez el éxodo del Jardín del Edén –que es la sociedad moderna– de las lesbianas, los travestidos, los transgéneros en general… al decretar que en una sociedad organizada como la nuestra no puede haber cabida para tanto degenerado. ¡Sí, Pepe! Házmela sin tocarme los cojones, cabrón de mierda, en plural: curas, ministros protestantes, pentecostales de pandereta, morality en media(s) calzas, políticos mafiosos, degenerados con cara de santones. Chúpate esta en lo que te mondo la otra: ¿Te atreverías a tirar la primera piedra? Todos ustedes saben que están escupiendo hacia arriba, con la lógica consecuencia que este acto –por la ley de gravedad– tiene para quienes lo ejecutan. Give me a break! El que más, el que menos –en este mundo traidor– lleva un deseo grande enredao en el roto del culo. Y ustedes, en plural, no son excepción, ni tú tampoco.
Los contrarios aducen –amparados en las interpretaciones que cada grupo hace de Biblia– que Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza con el propósito único de que se unan sexualmente para procrear. Y es la familia la institución sobre la cual el Señor derramó sus bendiciones, no sobre la escoria homosexual y ramas anexas, engendros de Satanás que tienen que desaparecer de la faz de la tierra. ¡Hijos del Diabloooooo! Ráspame una de frambuesa y después das tres brincos y te cagas en tu santísima madre, antes que se me olvide.
El otro día, vi una película de un vampiro en apuros sexuales que lo acercaban más y más al homosexualismo. Contrario a otras historias de este tipo, en esta, el protagonista, al constatar su enamoramiento ante un efebo lampiño y bello como un San Sebastián, –y con ello su repudio a las mujeres–, se inmola de frente al sol en aras de un amor que no se atrevió a defender con uñas y dientes; sobre todo, con los colmillos, para no perder la costumbre. Tal vez, la continuación de este filme nos depare una deliciosa sorpresa de sangre gay capaz de sellar una unión que, hasta hoy, se considera maldita, sea entre vampiros o seres vivitos y coleando, y hasta culeando. ¡Y culea y culea, y culea, y culea! ¡Me cansé!
Por otro lado, hay detractores de la causa homosexual que se infiltran en el submundo gay, ¿con qué propósitos? Bueno… Aseguran que el líder de un grupo fundamentalista religioso, carnicero de profesión, graba en vídeos las manifestaciones callejeras homosexuales para tener pruebas documentales con las cuales encausarlos. Sus visitas a los “baños” frecuentados por los degenerados maricones esos, le permiten tener encuentros cercanos –con sus propias manos, se entiende. ¿Con las vergas erectas? ¡Qué horror! Y participar de los aquelarres. Asegura el referido santón que la abominable práctica de la masturbación, la que se suaviza con la vaselina metafórica del apelativo “manuela” o con un buen salivazo, es una práctica de la cual ha tenido que posicionarse cuando, en esos antros de perdición, contempla –con el ojo del culo ardiendo, se entiende– un cipote en erupción y unas nalgas macizas y muy tibias, por cierto, que ocultan el roto húmedo de un culito virgen en espera de.
Ese es el principio envuelto, o descubierto, del enigma del coito angosto que tanto nos ha gustado, nos gusta y nos gustará por siempre. Se desconoce si la razón de este comportamiento es que él, como el buen samaritano que es, ha introducido la punta, sólo la puntita de su afilada y larga lengua en los culitos respingones de aquellos de los cuales se enamora el ojo de su cámara escondida, mientras lo penetran y él se mama una rica y cabezona maceta macetoide.
Y nada se diga de las riquísimas mamadas a las cuales ha tenido acceso más allá del ojo –de su cámara, se entiende– mientras él, de rodillas, implora la venida del rayo luminoso que acabe, de una vez por todas, con tanta ansiedad por aquello, ¡oh, qué licor tan sabroso!, que sueltan a manos llenas, con repetidas y electrificantes sacudidas, esas vergas lisas, largas, gordas y cabezonas. Oh, Lord! ¡Mándame más, si más merezco!